miércoles, 13 de noviembre de 2013

Reseña de libros: 'El general en su laberinto'







Por: Yohel Amat

Apreciación: 5/5


Esta novela es especial para mi y uno de los pocos libros que he vuelto a leer en varias ocasiones.

¿Por qué?

Porque en cada nueva lectura descubro un matiz que había dejado por fuera; un vocablo que pasé por alto; una pequeña tragedia que quizás obvié por pena ante el protagonista de este libro: El Libertador Simón Bolívar.

Siempre he culpado a nuestro sistema educativo por hacer de la Historia - con mayúscula - algo aburrido, estéril y prescindible, dada la forma insulsa e imperdonable en la que nos la enseñan en el colegio y escuela.

El objetivo es claro: que la repudiemos para que cometamos los mismos errores, mientras los poderes de siempre se aprovechan de ellos.

La historia y sus personajes son para narrarlos así: descarnados, humanos, vulnerables, brillantes, trágicos...amados y odiados.

Y en ello nadie como Gabriel García Márquez para llevarnos de la mano a ese realismo mágico que sólo se da en nuestros países de latinoamérica.

No se dejen engañar por la prosa y por su tono: este es un libro rigurosamente investigado, con la idea de que documentase de la mejor manera posible el viaje final hacia la muerte del general Simón Bolivar, con el lastre de la gloria perdida, de la enfermedad y del fardo más pesado de todos: sus sueños rotos.

Podemos asistir a este frenesí tropical de anécdotas, amores, traiciones, guerras, calores agónicos, enfermedad y muerte como espectadores de primera fila.
Para ello el autor no se circunscribe a narrar los hechos que se dan en la marcha, sino que recurre a los famosos 'flashbacks' para por medio de ellos narrarnos eventos pasados que marcaron la vida del Libertador.

Es tan magistral lo logrado por Gabo, que al terminar la lectura de este libro, no concibo a alguien que no quisiera abrazar a ese fardo de pellejo y huesos - que es en lo que termina convertido el General - que fallece en 1830 en la quinta de San Pedro Alejandrino, casi a solas y abandonado del mundo.

Es tal la humanidad que logra transmitir Gabo a su personaje, que por momentos hace palidecer toda la gloria que el General alcanzó en sus múltiples batallas y esa lucha constante que libró hasta su último aliento por lograr su sueño de una América unida desde México hasta el Cabo de Hornos.

Era tal su visión del futuro qué muchas de las 'profecías' que dijo - en realidad eran destellos fugaces de una mente privilegiada que sabía analizar y ver con luces largas -, hoy las vemos cumplidas: guerras civiles interminables, desunión entre países hermanos, pobreza, deuda externa, atraso, explotación por potencias extranjeras, subdesarrollo.

Impresiona como nadie más - ni siquiera nosotros - pudo ver lo que se nos venía encima.

Sólo por eso - sin tomar en cuenta nada más de su brillante vida - ha merecido ser investido de inmortalidad.

Parece mentira, pero aún hoy - en pleno siglo XXI - y con toda la tecnología habida y por haber a nuestra disposición - su nombre resuena y son pocos los latinoamericanos que pudiesen pecar de un grado tan alto de ignorancia como para desconocer su nombre y legado.

Finalmente, solo me queda por decir que si hay un motivo por el cual recomiendo este libro es por su humanidad y por el retrato que hace de un momento y lugar en nuestra historia, tan propia y nuestra, para bien o para mal.

Así fuimos y así somos.

viernes, 8 de noviembre de 2013

La Cita









Por: Yohel Amat


CAPITULO 1


El bus lo dejó en el parque de Penonomé en pleno mediodía.

Al mirar como se iba alejando por la calle, dejando tras de sí una estela de humo, se sintió con el mismo desamparo que sentiría un aventurero si su barco lo hubiera abandonado en el Polo Norte y sin fecha de retorno definida.

Sin embargo el calor le golpeó en la cara y le recordó donde estaba y cual era su objetivo.

Sonrió. Recordó.

Recordó cuando era solo un muchacho y corría por las mismas calles en las que ahora circulaban todo tipo de vehículos, como arrogante muestra de que el progreso campeaba en su tierra natal.

Por todos lados había vendedores de los famosos dulces de la región: manjar blanco; cocadas; suspiros; etc. en sus clásicas bandejas blancas cubiertas de plástico, tan típicamente panameño

No quería caer en la fácil trampa de pensar que “tiempos pasados fueron mejores”, sin embargo no podía sacar de su cabeza que los actuales no eran los mejores de su vida precisamente

- “Definitivamente que no…”, caviló mientras caminaba con paso ágil, casi demasiado para alguien de 69 años y que estaba pronto a morir.

Cuando solo era un ‘pelao’ de quince años lo único que anhelaba era llegar a los dieciocho para poder sacar su cédula y convertirse por arte de birlibirloque en un adulto con todas las de la ley.

- “Definitivamente que uno es aguebao”, pensó para sí.

Su vestimenta no podía ser más sencilla: una camisa manga corta a cuadros con tonalidades azules. Estaba cerrada, a pesar del calor, hasta el penúltimo botón. Su pantalón era color crema, ceñido por una correa de riguroso color negro.

Sobre su cabeza llevaba un sombrero de ala ancha, color gris oscuro. Gafas oscuras ocultaban sus ojos y los protegían contra los inclementes rayos del astro rey.

Por calzado llevaba dos zapatillas un tanto anticuadas pero adecuadas para recorrer el camino que tenía por delante.

Su pecho lo atravesaba la correa de una mochilita que colgaba hacia su costado derecho. Estaba herméticamente cerrada.

Siguió caminando hasta la siguiente parada de buses donde podría dirigirse a su destino final y donde podría realizar la tarea más importante de su vida.

Tenía todo el tiempo del mundo.

Por primera vez en su vida era libre de ataduras sentimentales, laborales y sociales. Era él mismo por primera vez en muchos años.

Mientras esperaba el bus observó en derredor y por lo visto mucho del entorno de su niñez se mantenía, ya que unas cuantas lágrimas se asomaron en sus cansados ojos, trasluciendo la nostalgia que lo embargaba en ese momento.

- “De verdad que te estás volviendo pendejo, José”, sentenció para sí mismo.

Una vez recuperado se sintió de nuevo exultante y listo para continuar con la importante tarea que tenía por delante. Para ello siguió caminando rumbo a la siguiente parada.

A punto estuvo de ser arrollado por un vehículo al cruzar la calle sin fijarse.

Tan ensimismado iba pensando en todos los acontecimientos recientes que no se dio cuenta que un carro venía por la vía.

Lo que lo sacó de su trance fue el sonido atronador del pito del carro. El corazón se le aceleró a mil por hora y solo atinó a reaccionar y dar un salto que para su edad - y para el estado general de sus huesos - fue todo un portento.

- “Coño, que me joden” – atinó a pensar. - “Bonito sería que a estas alturas del juego un carro termine conmigo tan fácilmente”.

No pudo evitar sonreír ante este pensamiento.

Por fin llegó a la parada. A su alrededor todo era actividad: vendedores de películas piratas; vendedores de frituras para aplacar el hambre antes del viaje; el ruido ensordecedor de las buses que parten y de los que recién llegaban. Y los benditos dulces por todos lados.

Toda esa vorágine casi le hizo sentirse en casa.

Pero con varios movimientos horizontales de cabeza sacudió fuera de su cabeza dicho pensamiento y de nuevo fue feliz: estaba años luz de casa, y así quería que fuera.

CAPITULO 2


Finalmente el transporte que lo llevaría a “Los Uveros” llegó.

El calor era insoportable y la verdad era que por vez primera desde que había llegado a Penonomé empezó a sudar.

Sacó un pañuelo de su bolsillo, impecablemente doblado como siempre y secó su frente y la barbilla con él.

Aprovechó para comprar un vaso de agua de pipa para refrescarse.
El frío líquido obró milagros en su organismo ya que inmediatamente empezó a sentir que la temperatura descendía.

Sin embargo lo último que quería era perder el vehículo que lo llevaría a su cita con lo inevitable, por lo que apuró lo que quedaba de la bebida de un solo sorbo y procedió a botar el vaso en un basurero.

Apuro el paso y subió al transporte. Debido a su edad y ese aire de autoridad que le rodeaba siempre, no le costó trabajo conseguir asiento.

El bus demoró en salir hacia su destino unos cinco minutos más, por lo que nuevamente sintió que el calor lo envolvía como un torbellino.

Se estaba cocinando en vida en el caldo espeso del interior del bus.

“¡Maldito calor!”, alcanzó a decir antes de caer en un sopor que le permitió soportar la espera por la partida del armatoste, mientras se abanicaba con su propio sombrero.

Finalmente el motor del vehículo tosió y lentamente comenzó a tomar velocidad.

Bordeó el Parque hasta la esquina del cuartel de policía y de allí giró por la vía hacia “La Pintada”. Tenía por delante un recorrido de casi 3 kilómetros hasta llegar “Los Uveros”.

 El camino no era muy bueno, sin embargo tantas veces lo había recorrido durante sus 69 años de vida que en realidad le daba lo mismo. Sentía que estaba predestinado a realizar este viaje por lo que lo único que le interesaba era llegar.

Acudir a la cita.

Por lo corto del trayecto el viaje debería demorar máximo 15 minutos a “Los Uveros” y de allí seguiría a pie. El paisaje era árido y duro. El sol se mostraba inclemente y no había en el cielo ni una sola nube que amortiguara su fuerza.

A ambos lados del camino se veían las clásicas cercas hechas con ramas y troncos de árboles que servían para contener el ganado de los terratenientes del área y que dentro de tanta escasez eran los únicos que habían sabido lo que era la riqueza y las comodidades, ya que el grueso de la provincia seguía viviendo entre la estrechez y el hambre.

Árboles de cedro espino, algarrobo y corotú era lo que predominaba alrededor y a todo lo largo de esta región de la provincia.
Todo rezumaba calor y aridez.

Coclé siempre había sido una tierra dura pero pródiga, llena de belleza natural y de bellos paisajes.

Su destino era uno de esos parajes, en su opinión uno de los mejores: el cañón de “La Angostura”.

Por suerte dicho lugar permanecía relativamente desconocido para el grueso de la gente por lo que su salvajismo y belleza casi se mantenía intacto.

En realidad se trataba de un mini cañón por el cual serpentea el río Zaratí, cuyo nombre venía del que ostentó la hija del famoso cacique Nomé.

El río con el paso de los siglos ha abierto un camino entre las montañas, con una altura aproximada a ambos lados de unos 100 metros, en algunas partes.

Las piedras que constituían las paredes en algunas de sus secciones semejaban una construcción hecha por la mano del hombre y no por la naturaleza, ya que encajaban a la perfección.

Como si fuera poco había muchas cascadas y charcas. Todo invitaba a olvidar que se estaba solo a horas de la civilización.

En sus orillas se respiraba un ambiente de magia y misterio que había dado pie a muchas leyendas, todas ellas ciertas.

Un bache en el camino le devolvió a la realidad. Se sentía muy cansado y quizás todo se debía a que el destino muchas veces pesa toneladas y en estos momentos sentía que el suyo pesaba más que un mal matrimonio.

El bus ya se encontraba en los linderos de “Los Uveros” por lo que su viaje estaba pronto a terminar.

Cuando se detuvo se apeó con cuidado ya que lo que menos quería era trastabillar, caer,  y echarlo todo a perder.

Al poner el pie en tierra se sintió nuevamente en casa y lleno de energía, misma que necesitaría para que su cansado cuerpo llegara a “La Angostura” por un camino de tierra de 850 metros de largo, donde su única compañía serían la soledad,  árboles de marañón y muchos matorrales.

Emprendió el camino inmediatamente, ya que se acercaban las 2:00pm y el tiempo apremiaba.

Su interés era llegar antes del atardecer y aprovechar para disfrutar de la belleza del paisaje, mismo que esperaba se conservara igual.

Esa es una de las cosas que siempre le gustó de los sitios olvidados: nada cambiaba.
Como la mano inoportuna del hombre no intervenía, dichos lugares conservaban la magia de siglos de pinceladas dadas por la naturaleza.

Eso era lo que estaba buscando y hacia allí comenzó a caminar.

CAPITULO 3


El niño estaba a la mitad del camino y de espaldas al viejo. Estaba totalmente inmóvil, exceptuando su cabello el cual era agitado por las ráfagas de viento que dominaban esta parte del camino.

Su única vestimenta era algo parecido a un taparrabo, ya que por lo demás se encontraba totalmente despojado de vestimentas y calzado.

El viejo le vio al terminar de subir una pequeña colina en el camino y tuvo que aceptar que le sorprendió, ya que toda su presencia desentonaba con el entorno, como si se tratara de un rascacielos en medio de la nada. Apenas llevaba 20 minutos de camino.

Algo ominoso se sentía en el ambiente y más que todo eso fue lo que lo hizo detenerse abruptamente.

Por su contextura se podía calcular su edad entre  8 o 12 años. Su peinado era corto, lacio, y redondeado, como si le hubieran puesto una totuma en la cabeza y hubieran recortado el cabello sobrante.

Los brazos descansaban a ambos lados de su anatomía totalmente flácidos. Ni un solo músculo en su cuerpo se movía, todo en él era contención y quietud.

Súbitamente su caja toráxica empezó a agitarse, presa de una extraña conmoción. El niño comenzó a respirar agitadamente y sus puños se cerraron con tanta fuerza que los nudillos tomaron una tonalidad blanca.

Parecía que acababa de detectar la presencia del viejo, a pesar de estar de espaldas a él y ello le había alterado.

El viejo estuvo a punto de dar la vuelta y correr en sentido contrario. Por un momento pensó que lo haría.

Sin embargo recordó que tenía una cita ineludible y que aunque el mismo diablo estuviera en medio del camino él seguiría adelante.

A pesar de que apenas era media tarde, cuando el niño comenzó a girar en su sentido no pudo evitar estremecerse.

Lento como una serpiente el niño empezó a darse la vuelta. Lo hacía con tal parsimonia que ni siquiera agitó el polvo del camino. Todo era sol, silencio y viento.

Sus rasgos eran indescifrables. La tonalidad de su piel era blanca y ello, aunado a  su poca vestimenta, ayudaba a darle un aire extravagante.

Sus ojos eran negros, profundamente oscuros y estaban totalmente fijos en el viejo. Eran fríos y carentes de vida. Semejaban los ojos de un pescado.

La respiración del niño seguía agitada y casi se podía ver como el calor comenzaba a circular por su cuerpo. Parecía como si llevara siglos allí, en medio del camino, sin haber movido un solo músculo y que la sola presencia del viejo le había sacado de su anquilosamiento de décadas.

Ni siquiera intentó hablarle, ya que intuía que no iba a recibir respuesta. El niño estaba allí con un solo propósito y lentamente empezó a entrever cuál era.

A pesar de carecer de vida, sus ojos eran lo más expresivo de su talante, el cual seguía siendo inescrutable.

Súbitamente su  barbilla bajó y sus ojos adquirieron una aciaga determinación. Todo ello aunado a su agitada respiración hacía que su actitud fuera la de una fuerte fijación.

Como si eso fuera posible sus ojos se enfocaron más todavía en el viejo y casi se podría decir que llamas bailaban dentro de ellos.

A pesar de lo ominoso de la escena, el viejo no se encontraba totalmente asustado, ya que él sabía que conocía al niño y ello, a su manera, le servía de asidero con la cordura.

El brazo izquierdo del niño comenzó a levantarse con tal lentitud que resultaba agobiante para alguien tan ansioso como el viejo.

A  mitad de camino se detuvo y calmosamente el dedo índice empezó a  asomarse dentro de su puñito cerrado, con el claro objetivo de señalar al viejo.

Nunca había visto tanta determinación en toda su vida y sabía que fuera lo que fuera el niño iba hacer lo que tenía que hacer.

Sucedió a tal velocidad que cuando se dio cuenta la cara del niño estaba a centímetros de la suya. Nunca había visto a algo o alguien moverse con tal celeridad.

Tal fue la impresión que cayó sobre su trasero en medio de una nube de polvo.

La distancia que lo había separado del niño era de aproximadamente unos 6 metros, y aún así el niño la había recorrido en milésimas de segundo para luego detenerse con la misma agilidad.
Le miró con furia contenida y lentamente empezó a agacharse.

Inesperadamente el niño comenzó a arañar la cara del viejo liberando por fin toda la ira contenida, a la vez que gritaba y chillaba a todo pulmón, cual poseso.

Lo primero que hizo fue tomar las gafas de sol y arrojarlas lejos de sí. El viejo quedó tendido cuan largo era a la vez que alcanzó a proteger su cara como pudo, sintiendo como si diez gatos estuvieran sobre él arañándole a la vez. Lastimándole. Culpándole.

Aún así el viejo no produjo ningún sonido. Era como si bruscamente hubiera perdido el control de sus cuerdas vocales. Todo su cuerpo se llenó de frío y adrenalina, tanto así que sintió en su boca el sabor de la bilis y por un momento temió vomitar encima de su atacante.

Con la misma velocidad con que comenzó el ataque, así mismo terminó. El viejo tenía sus brazos doblados sobre su cara y los ojos los tenía cerrados, en instintivo gesto por proteger las partes más sensibles de su rostro, lugar donde se había concentrado el ataque del niño.

Lo primero que hizo fue abrir sus ojos lentamente, con el miedo de que lo primero que viera fueran esos ojos de pescado, fijos sobre los suyos.
Sin embargo con su cara ladeada todo lo que veía era la vera del camino.

Ni señal del niño.

Poco a poco giró su cabeza y con la misma flema apartó los brazos de su cara y miró. El chico no estaba.

Levantó su torso quedando entonces sentado en el suelo apoyándose con sus manos en tierra y miró a su alrededor. Estaba totalmente solo.
Recogió su sombrero del suelo y volvió a calárselo y terminó de levantarse.

Sacudió el polvo de sus manos sacudiéndolas para luego revisar su cara y evaluar los daños causados por los arañazos frenéticos del niño. Nada. No se sentía ninguna irregularidad.

Carecía de un espejo, pero no lo necesitaba para saber que su cara lo único que tenía de diferente era el polvo que la cubría producto de su caída en el suelo.

Le tomó cinco minutos asimilar lo ocurrido. Su respiración paso de jadeante a normal y ello le permitió recuperar la calma.

Avanzó unos pasos hacia la cuneta a su derecha y una vez allí recogió los lentes que el niño había arrojado en los inicios de su rabieta. Se los puso, no sin antes sacudirles el polvo.

El hecho de haber reconocido a su agresor lo afectó más que el ataque en sí.

Sentimientos que pensaba olvidados e idos salieron a la superficie y por segunda vez en el día al viejo se le escaparon un par de lágrimas.

Las mismas crearon surcos en el polvo de la cara y por un momento le dieron la apariencia de una estatua milenaria, sucia, vieja y olvidada; mojada por la lluvia después de mucho tiempo a la intemperie.

-    “Definitivamente que los viejos pecados tienen largas sombras…”, alcanzó a decir el viejo.

Meditando en ello enfiló nuevamente hacia su destino, pensando para sí que en lo que restaba de vida, que no era mucho,  nunca olvidaría esos ojos de pescado.

Mientras recuperaba el ritmo de su caminata se dio cuenta que durante 57 años así había sido.

CAPITULO 4


Lo primero que escuchó fue el rugir del río.

El viejo llevaba más de 45 minutos de caminata a partir del incidente del niño. Su única compañía durante ese tiempo fueron el calor; la brisa; y la certeza prístina que llegaría a tiempo a su cita con el destino.

En su mente veía el río Zaratí saltando remolonamente entre las rocas de “La Angostura”, haciendo las veces de culebra ancestral serpenteando entre las rocas El ambiente era fresco y húmedo.

En contraste con los diferentes tonos de chocolate que había visto en la vegetación del camino, aquí todo era verdor. Tenía que caminar todavía 100 metros para llegar al borde del cañón.

Rápidamente recorrió el trayecto, dejándose guiar por el instinto de recorridos pasados. Se acercó al borde del cañón.

La altura con respecto al nivel del río era como de 20 metros. Se asomó y miró hacia abajo.

Sintió en ese momento como si una voz en su cabeza comenzara con cadencia a murmurar toda clase de pensamientos perversos y a tentarle.

Súbitamente la voz cesó y pudo nuevamente recuperar la compostura perdida.

Ello le permitió volver a meditar en el largo camino recorrido, y no estaba pensando precisamente en la caminata.

Por fin se encontraba a tiempo en la cita que tanto había anhelado, motivo por el cual no perdería más tiempo.

Abrió la mochilita que llevaba hacia un costado y metió su mano para sacar algo de ella.

Entre esta acción y que sus sesos volaran por los aires no transcurrieron ni dos segundos.

La mano con la que empuñaba el revólver 38 m/m y con cañón de 4 pulgadas asimiló el efecto de retroceso del arma, pero José nunca se dio cuenta ya que para ese momento ya estaba conociendo a su Creador, por muy ateo que hubiese sido toda su vida.

Había introducido el cañón del arma en su boca al momento de apretar el gatillo.

Tal y como lo había planeado - al caer su cuerpo como un fardo y por encontrarse al borde del acantilado -, rodó hacia el abismo de forma muy poco elegante pero efectiva.

El ruido del despojo al caer en las aguas no opacó el eco del disparo del arma.

Por un momento pareció que la misma naturaleza detuviese su rutina diaria para contemplar espantada el horror de lo sucedido. El eco demoró varios minutos en extinguirse.

Cuando encontraran su cuerpo los periódicos tendrían mucho de qué hablar, ya que no se trataba de cualquier “capa perro”: el viejo era nada más y nada menos que José María Vila, el desahuciado escritor más laureado de Panamá en toda su historia.


lunes, 28 de octubre de 2013

Política: lo que todos debemos saber






...en toda sociedad –sin importar la forma de gobierno– hay una pequeña élite que desea “ser libre” para mandar sobre los demás. De aquí sale la primera conclusión: dado su pequeño tamaño, es fácil para un príncipe asegurar su posición entre los que desean el poder, deshaciéndose de algunos y satisfaciendo a los demás a través de concesiones y privilegios.

El resto de la sociedad, creía Maquiavelo, no desea más que vivir una vida tranquila y segura. Para satisfacerlos, el príncipe debe introducir leyes e instituciones que, junto a su poder, traigan estabilidad y seguridad. Dentro de eso, debe tener algunas cosas claras: la religión, aunque sea falsa, deberá ser promovida, especialmente si preserva la solidaridad social. La población, por otro lado, deberá permanecer empobrecida y en constante posición de guerra, para que no sucumba ante los dos grandes enemigos de la obediencia –ambición y aburrimiento– y se vea en constante necesidad de líderes.

...


...los consejos del florentino continúan, unos más indignantes y escandalosos que otros, pero todos cortados por la misma tijera: cuando se trata de la seguridad del país, no debe haber lugar para “ninguna consideración de justicia o injusticia, humanidad o crueldad, ignominia o gloria”. Ningún príncipe, explicó, “puede practicar todas las virtudes que los hombres consideran buenas, pues necesitará con frecuencia (...) actuar en contra de la lealtad, la clemencia, la bondad o la religión”.

Detrás de príncipes y virtudes, la lógica que empapa cada letra de El Príncipe es devastadora: la diferencia entre las cosas como son y como deberían ser, entre cómo se vive y cómo se debería vivir, es tan grande que “aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina”. Esa idea, tan sencilla y tan incómoda, lleva atormentando a la humanidad desde que el mundo es mundo, pero nadie la planteó como él.


El impacto moral de las máximas de El Príncipe suele eclipsar algunos de los aspectos más importantes de las intenciones de su autor. Para empezar, todos sus consejos están diseñados para crear y mantener un orden que satisfaga los intereses más permanentes del hombre. Sus valores, en palabras de Isaiah Berlin, “podrán ser erróneos, peligrosos u odiosos, pero no son cínicos”. Maquiavelo, a decir verdad, muestra poco interés en el oportunismo de los ambiciosos, en el poder por el poder.


En realidad, el florentino aspira a una república ideal, modelada a imagen de Esparta, la Atenas de Pericles y, sobre todo, la república romana. Esa república es la forma más alta de existencia social a la que los hombres pueden aspirar. Y para llegar a ella ningún sacrificio es demasiado.


De esas dos ideas se derivan algunas de las conclusiones más importantes del pensamiento maquiavélico. La política es una vocación honorable, y ciertamente necesaria en la vida humana, pero de ninguna manera placentera, segura o moralmente atractiva. El político, único destinatario de los consejos de El Príncipe, debe estar dispuesto a vender su alma –literalmente– por su vocación, a hacer un pacto con las fuerzas más profanas del universo. Porque al final, escribió Jeremy Waldron, “la línea que divide el liderazgo exitoso de la tiranía odiosa es tan delgada que (...) el ser juzgado de una u otra manera por la posteridad es cuestión de suerte”.

A ojos de Maquiavelo, entonces, la política no es una vocación aristotélica, inherente a la naturaleza humana. Precisamente por las características tan particulares que deben poseer aquellos dispuestos a vivirla adecuadamente, el maestro florentino solo recomienda la vida política a los que realmente poseen la vocación; aquellos que, como escribió Max Weber, no se desintegrarán “aunque el mundo sea demasiado estúpido o mezquino” para merecer lo que pretenden ofrecerle.

Esa idea, a su vez, ayuda a Maquiavelo a superar las dudas que lo asaltan por momentos: ¿puede un hombre que posea la grandeza para crear un Estado admirable tener la dureza para utilizar los métodos violentos y malvados que El Príncipe recomienda?

Maquiavelo encuentra la respuesta en Rómulo, que mató a Remo para fundar Roma, en Moisés y Teseo, en Ciro el Grande y los liberadores de Atenas, hombres que destruyeron para poder construir. Y como lo que ha sido puede volver a ser, Maquiavelo confía: sus ideas son optimistas.

...

...en su ensayo, Berlin comienza por enderezar lo que él considera la gran equivocación con respecto al florentino. El conflicto que yace en el corazón del pensamiento maquiavélico no es entre dos esferas autónomas de moral y política sino entre dos sistemas morales –“el de la moralidad personal y el de la organización pública”–, ambos exhaustivos , definitivos e incompatibles.

Partiendo de esa corrección, Berlin llega a su primera conclusión significativa: ignorar esa incompatibilidad lleva a “la ilusión platónica-judeocristiana de que los gobernantes virtuosos crean hombres virtuosos”. Si los métodos maquiavélicos, escribió, “te parecen moralmente detestables (...), tienes derecho a llevar una vida moralmente buena y permanecer como ciudadano”. En ese caso, sin embargo, “no deberás hacerte responsable de la vida de otros”. Deberás, en otras palabras, abandonar cualquier ideal de Atenas o Roma.

El que desee una vida pública y esté dispuesto a abandonar la moralidad individual, deberá seguir el camino recomendado por Maquiavelo. El problema, explicó, “es que los hombres buscan un camino medio que es el más dañino (...) y acaban perdiendo ambos mundos”. Esa ilusión sigue permeando nuestras vidas, escribió Claudia Roth Pierpoint, pues esperamos líderes que “nos convenzan de su ejemplaridad y piadosidad, pero que a la vez sean capaces de protegernos de enemigos” no tan ejemplares y piadosos.

Ángel Ricardo Martínez, análisis de la obra 'El Príncipe'.

Enlace al artículo original aquí.

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Para ilustrar mejor el tema, les dejo con una película que vale su peso en oro ya que ilustra como el poder cambia a las personas y las ajusta: La Ley de Herodes. Es la película completa.


miércoles, 23 de octubre de 2013

La Cabaña






Por: Yohel Amat



No pudo evitar sentir un estremecimiento en cuanto vio el rostro en la ventana.

Apenas era visible, en medio de una bruma causada por la falta de luz a lo interior de la cabaña.

Cualquiera pensaría que Jonás se encontraba bajo el manto de la noche, en algún paraje oscuro y gótico, en medio de un bosque tenebroso y espeso, lleno de peligros y de criaturas sedientas de sangre. De la suya. 

Sin embargo, el sol no podía ser más brillante ni inclemente, lo cual le tenía sudando copiosamente.

Unos minutos antes, Jonás había detenido su auto en una curva de la carretera que conducía a las “highlands” y en la cual la circulación de autos y de vehículos de transporte era incesante y constante.

El paisaje y las circunstancias no podían ser menos tenebrosos.

La carretera carecía de hombros y por ello se había estacionado en el espacio que se formaba en el lugar donde comenzaba un pequeño camino rural y el cual se perdía en una curva más adelante.

Después, Jonás había comenzado a bajar por la carretera principal. El descenso era peligroso ya que había muchas curvas antes de recuperar la horizontal, un kilómetro más abajo.

Jonás seguía caminando para buscar el ángulo adecuado para tomar las fotos que deseaba del paisaje tan hermoso que tenía ante sí: amplias praderas, bosques inmensos e inclusive: el mar, con toda su serena belleza, allá en la distancia, casi donde el horizonte se hacía vago e imperceptible.

La vista no podía ser más hermosa.

Jonás comenzó a tomar las fotos, teniendo la precaución de estar atento a los vehículos que pudieran bajar por la carretera, para evitar un posible accidente.

“Juan Seguro vivió mil años”, le había enseñado su abuela cuando era niño.

De repente a su mano derecho la vio: una ruinosa cabaña de madera vieja y podrida.

La cabaña se encontraba de espaldas a la carretera.

Todo en ella era gris, viejo, triste y melancólico. Inclusive, hubiese jurado que la estructura había surgido súbitamente de la tierra.

Jonás trató de entender cómo se llegaba a la cabaña, ya que la misma se encontraba a buena distancia de la carretera, obligándole a usar el zoom de su cámara para poder reparar en los detalles de la estructura; hasta que dedujo que a la misma se llegaba por el camino en cuyo inicio había dejado su auto.

Empezó a tomarle fotos a la vieja estructura, cuyas ventanas simulaban sendos ojos, oscuros y profundos, los cuales parecían mirarle con reproche, por el atrevimiento de tomarles fotos sin su permiso.

Cuando terminó, husmeó en la galería para ver si las tomas habían salido bien.

Pasando de una foto a la otra, hubo una que le llamó la atención.

Para asegurarse, hizo un zoom de la foto y allí estaba: detrás de la mugre de una de las ventanas de la cabaña había un pálido rostro asomándose entre la oscuridad de la habitación, la cual lo había devorado todo, exceptuando dos negras y grandes esferas que miraban hacia la cámara con desesperación.

Por un momento pensó estar viendo un fantasma.

Para asegurarse, amplió la imagen en la pantalla y lo único que logró corroborar es que en medio de todo ese abandono, suciedad y decadencia, en esa ventana una criatura se asomaba como pidiendo ayuda.

No sabía qué hacer.

La cabaña desde esta distancia lucia lóbrega y amenazadora, pero la curiosidad le devoraba: ¿quién era ese ser en la ventana?

Su mente entró como en un letargo y comenzó a soñar en tantas cosas: en la cabaña habitaba una familia de caníbales; un asesino en serie tenía un cuarto lleno de mujeres encadenadas, las cuales mataba de una en una, como parte de un espantoso ritual.
O simplemente lo que había visto no era más que la representación visual del eco de alguna tragedia ocurrida en la cabaña hacía muchos años.

Una parte de él le decía ‘¡Aléjate! ¡No es tu problema!’ pero por otra parte la curiosidad le carcomía.
Jonás comenzó a caminar hasta la cima de la colina y se detuvo justo enfrente del inicio del sendero rural que le llevaría hacia la cabaña.

Cuando reparó en ello, ya había avanzado unos 100 metros por el sendero y ya a lo lejos - después de una curva más adelante - se vislumbraba la cabaña.

Fue en ese momento que se dio cuenta de que no se detendría hasta que resolviera el misterio.

Cuando llegó, se detuvo frente a la misma y fue entonces qué pudo verla en toda su miseria.

Lo primero que impresionaba era el pensar en cómo dicha estructura se sostenía y no colapsaba bajo el peso de la podredumbre y de los años.

La cabaña tenía una pequeña terraza donde otrora debieron haberse reunido a conversar los antiguos habitantes de la casa.

Todavía parecía escucharse en el ambiente las risas y voces de tiempos idos.

La puerta de entrada lucía inclinada y la luz pasaba a través de las múltiples rendijas que le atravesaban. Parecían las cicatrices de viejas heridas que nunca curaron bien.

También reparó en tres ventanas - dos en el lado izquierdo y una grande en el derecho - las cuales estaban tan sucias que no se podía ver sino sólo sombras, algunas inquietamente en movimiento.

Jonás dio un par de tímidos pasos y se acercó a la casa. Al poner su pie en ella sintió que en ese momento estaba entrando a otra dimensión, a otro mundo.

Con la punta de los dedos tocó la puerta y la empujó suavemente, como probando a ver si no caía al suelo hecha pedazos.

Sin embargo, la puerta respondió con un lastimero crujido, como si fuese un doloroso lamento de dolor por la presión ejercida.

Asombrosamente, tuvo que hacer uso de más fuerza para abrirse paso, pero al final lo logró.

La cabaña estaba totalmente en el abandono y aparentemente deshabitada.

Hacia la derecha estaba lo que parecía la cocina. La puerta de entrada había perdido la mitad de su estructura y lo que quedaba se encontraba en el suelo, obstruyendo la entrada.
El techo se había derrumbado casi en su totalidad, por lo que apenas se podía ver parte de lo que en algún momento fue un fregadero.

Caminó un poco más hacia el fondo de la vivienda, teniendo mucho cuidado de dónde pisaba.

La penumbra era lo que reinaba y la poca luz que había sólo servía para resaltar el polvo que flotaba en el ambiente.

Por donde se mirara había telarañas, suciedad, pilas de basura y de hojas, muebles viejos, herrumbre, agua empozada...silencio. Era sobrecogedora la falta de sonido alguno.

Lo único que le impedía echar a correr hacia la puerta de entrada eran los numerosos rayos de sol que se colaban entre los múltiples huecos en el techo, los cuales espantaban a la oscuridad y aliviaban un poco el miedo que sentía.
Se sentía protegido por un baño de luz solar, por ridícula que fuera la idea.

En ese momento escuchó un ruido en una de las habitaciones de la casa.

Su sangre se heló y su corazón se aceleró.

Sintió la adrenalina fluir, mientras sus ojos buscaban desesperadamente el origen exacto del ruido que acababa de escuchar.

A su mente vino la foto que había tomado y el impresionante rostro que había fotografiado por azar.

Algo le dijo que esa era la habitación. Estaba seguro de que al abrir la puerta de la habitación, enfrentaría sus miedos y le daría cara al horror.

Caminando entre los escombros se dirigió al cuarto y asió el pomo de la cerradura. Si no se abría por las buenas, se abriría por las malas.

La puerta cedió - con un lúgubre quejido de los goznes - y dejó a la vista más desolación y abandono.

En una de las esquinas había alguien agazapado, aparentemente un infante. Lloraba desconsoladamente y temblaba, por lo que parecía, de miedo.

Jonás se acercó lentamente, porque por un momento se sintió protagonista de una película de terror dónde - en iguales circunstancias y al acercarse - el bulto desaparecería en el aire, cual fantasma.

Pero el gimoteo continuó.

Fue entonces que fue consciente de la pesada atmósfera que había en la habitación, la cual impedía casi respirar.

Jonás miró a su alrededor y pudo ver todos los indicios de que en esta habitación habitaba un grupo de personas.

A unos metros de la niña - eso aparentaba ser - había un montículo de cenizas y sobre las mismas había una pequeña y oxidada olla.

En la esquina más lejana de la habitación se podía ver otro montículo, pero esta vez de basura: cáscaras de guineo, restos de naranjas, envoltorios de arroz, muchos pequeños envases plásticos - cápsulas - de aceite para cocinar.

Jonás pudo deducir que en la esquina dónde se encontraba la niña era donde dormía, ya que había un pulgoso, sucio y maloliente colchón, además de un pequeño montículo, constituido por tres sábanas.

Jonás se acercó más y puso lentamente su mano sobre la cabeza de la niña para apartarle el sucio y grasoso cabello de la cara.

Por un momento esperó ver el rostro de un monstruo a punto de atacarle por atrevido, pero lo que vio fue dos esferas negras mirándole con miedo y desesperación. Se encontraban humedecidas por las lágrimas que aparentemente llevaba horas derramando.

Era una pequeña niña indígena ataviada con uno de sus típicos trajes, el cual había conocido mejores días.

A simple vista pudo deducir que el llanto era producto del hambre, ya que su rostro se encontraba envejecido y seco, nada propio de una niña de su edad.

Le preguntó qué le pasaba pero la niña parecía no entenderle.

Trató de calmarla con gestos y con susurros, pero la niña le miraba con visible terror.

Cuando la niña pataleó para alejarse de él, pudo ver que las piernas estaban prácticamente en los huesos.

El hombre estaba desconcertado y no sabía qué hacer.

¿Quién era esa niña? ¿Alguien cuidaba de ella?

De repente se escuchó un grito que casi le causa un paro cardíaco.

Jonás giró rápidamente para ver de dónde provenía cuando vio en el umbral de la puerta a una indígena adulta, tapándose la boca con ambas manos.

En el suelo había un cartucho - evidentemente lo había dejado caer - mostrando unos paquetitos de café, una pequeña bolsa de frijoles, otra de arroz y una pequeña botella de aceite.

La indígena estaba aterrada, evidentemente porque no esperaba encontrar a un extraño en la casa.

Jonás no sabía qué hacer con una niña y una mujer, ambas aterradas y temerosas de su presencia.

La mujer miraba con desesperación a la niña y evidentemente era su madre, dado el gran parecido en la fisonomía.

También su rostro y físico delataban que no se alimentaba bien y hasta parecía estar enferma.

No hacía falta tener dos dedos de frente para deducir que venía de vuelta y que lo que traía era lo que iban a consumir, quién sabe por cuántos días.

Siempre le habían divertido las peleas - en algunos casos a muerte - que protagonizaban los “cholos” - despectivo apodo dado a los indígenas de la región -, embrutecidos por el alcohol y a las afueras de las cantinas de las poblaciones rurales.

Nunca había conocido la otra cara de la moneda: la cara del hambre, de la pobreza, de la malnutrición, de la enfermedad, del abandono.

Algo le decía que ya no habría más visitas. Un pálpito le comunicaba que ellas eran las únicas habitantes de esta casa del dolor.

Alargó los brazos hacia la indígena, a la vez que giraba sus manos, tratando de que ella comprendiera que no tenía intención de hacerles daño.

Intentó hablar con ella, pero pudo ver en sus ojos la profundidad de su desesperación y su falta de educación.

La niña seguía llorando, producto de ver el terror reflejado en la cara de su madre.

Jonás no sabía qué hacer.

De repente, sacó la cartera del bolsillo trasero de su pantalón y revisó: tenía como $300.

Los sacó todos y los dobló en dos, alargándolos hacia la indígena, lo cual la desconcertó aún más.

Parecía como si en lugar de alargarle algo, hubiera elevado su mano para pegarle.

En vista de ello, cuidadosamente se agachó para dejar el dinero en el polvoriento y sucio piso de madera.

Caminó alrededor de la mujer - gravitando cual satélite - rumbo a la puerta, tratando con ello de tranquilizar tanto a la madre como a la hija.

Cuando alcanzó la salida, empezó a caminar hacia atrás, siempre con los brazos en horizontal, con las palmas de las manos hacia la mujer.

En la medida que se alejaba, la figura de la indígena se iba haciendo una con la penumbra, hasta que finalmente se fundió con ella y fueron uno.

El sonido del lloro de la niña siguió, inclusive cuando ya había salido de la casa y cuando empezó a correr.

Ese sonido le perseguía y daba vueltas en su cerebro, cual enjambre de avispas, con sus aguijones llenos de ponzoña.

Sólo cuando llegó al final del camino - la casa había desaparecido nuevamente después de la curva - fue que reparó en que sus peores temores se habían vuelto realidad: sí existían los monstruos, sólo que ahora habían mutado en la forma de enfermedad, pobreza, abandono, maltrato, desesperanza.

Sacó un cigarrillo. Con manos temblorosas lo encendió con un fósforo y luego le dio una larga y profunda aspirada.

Los monstruos si existen - se dijo a sí mismo -, están entre nosotros...y también toman prisioneros, aparentemente de por vida.

sábado, 19 de octubre de 2013

'Muerto hasta el Anochecer' de Charlaine Harris o de como la sangre, vende




Por: Yohel Amat

PUNTAJE: 6/10


Tengo que aceptar qué desde hace más de cinco temporadas, vengo disfrutando de la serie de HBO True Blood, ese carnaval de sangre, vampiros, hombres lobo, cambiaformas, fanáticos religiosos, excéntricos gays, chamanes, hadas, telequinesis, sexo, espíritus vengativos, brujas, exorcismos, veteranos de guerra, sociedades secretas, gore, violencia y comedia, ésta última en la dosis adecuada.

Una vez traté de que alguien "virgen" en la serie se sentara conmigo a ver un capítulo de la última temporada y durante el transcurso del mismo pude ver como su cerebro iba cayendo bajo el peso de tanta locura con método.

Es por ello que siempre tuve la curiosidad de conocer de primera mano la fuente creadora de de toda esta vorágine, a saber, la serie de libros escritos por la norteamericana Charlaine Harris, la cual - si no he contado mal - ya consta de 11 volúmenes y no dudo que sigan saliendo más de la tierra, cual vampiro recién levantado.

No hay duda alguna de que hay que comenzar por principio y por ello adquirí Muerto hasta el Anochecer, el primer volumen de esta serie de aventuras de nuestra camarera "lee mentes" favorita, Sookie Stackhouse.

Admito que no sabía con qué me iba a encontrar y luego de haber terminado el libro, todavía no lo sé.

Lo primero que me llamó la atención fue lo fiel que fue la primera temporada a este primer volumen de las aventuras vampíricas de Sookie.
Prácticamente se puede decir que fue un calco.

Quiere decir que Sookie, Sam, Jason. Arlene, Andy, Bill, Eric, Pam, etc., todos están allí y casi como los vimos en la serie, cumpliendo cada uno con su papel y misión.

¿Hay gore? Mucho ¿Hay vampiros? De sobra ¿Hay sangre? ¡Por galones! ¿Hay crítica social? Reemplace 'vampiro' por 'gay' o 'negro' y obtendrá usted mismo la respuesta. ¿Hay sexo? Mucho, pero...aquí viene mi primer pero.

Todavía no asimilo el porqué del boom de la literatura femenina, la cual sin tener el mote de 'erótica' lo es. Casi da la impresión de que el mercado que consume esas novelas - como ejemplo, cito los famosos 50 Grados de Grey - todo lo que le interesa es sexo, sexo y más sexo; detallado hasta la mínima expresión y practicado con esos dioses masculinos que sólo la mente femenina sabe idealizar.

Ese es el punto que no me gustó en Muerto Hasta El Anochecer: el sexo gratuito, explícito, reiterativo y repetitivo.

No había necesidad de describir en detalle cuatro o cinco encuentros sexuales entre Sookie y Bill, para saber que ambos estaban locos el uno por el otro.

Por otra parte, el misterio central - ¿quién está asesinando a esas mujeres? - es bastante ligero y débil, por lo que el descubrir quién era, casi nadie saltará de asombro o se verá sorprendido.

¿Terminaré de leer los otros diez libros? Voy a continuar con el segundo volumen y veremos si me lleva a leer el resto.

Para finalizar, este es uno de esos raros casos dónde "la serie basada en el libro" luce más interesante y espléndida que la obra en la cual se inspiró.

De todos modos, no hay que negar que el concepto y el núcleo de la historia siguen siendo muy originales y que ello le ha inyectado una dosis de 'vida' a un género que se ha visto pisoteado y 'devorado' por la creciente popularidad de los zombis.

Cosas del siglo XXI, ¿no creen?

sábado, 12 de octubre de 2013

Joyland o la novela de terror qué nunca fue



Por: Yohel Amat


Tengo que admitir que a mis 48 años, ya estoy cayendo presa de la melancolía y del sentimentalismo.

Cuando uno llega a cierto punto en la vida - dónde las estadísticas dicen que ya uno tiene más pasado que futuro - es cuando uno tiende a hacer un balance de la vida: amores, errores, aciertos, promesas, mentiras, fracasos, mentiras...

Es en esos momentos cuando recordamos, como si hubiesen sucedido ayer, todos esos días cuando éramos vigorosos, jóvenes e inocentes.

De esto precisamente trata la nueva novela de Stephen King, 'Joyland', la cual por su portada pudiese deducirse que se trata de una de sus tradicionales novelas de terror, pero ya después de pasar la última página puedo decirles que ello nunca se dio.

Nunca fue así.

Sin embargo, con ello no quiero decir que me halla sentido decepcionado de su lectura.

Sin embargo sí tengo que criticarle el detalle excesivo con el cual King trata de demostrarnos todo lo que investigó con respecto al mundo y la jerga de las otrora gloriosas ferias de atracciones.

Casi pareciera que King "llovió sobre mojado" aturdiéndonos con adjetivos en exceso, haciendo con ello que la historia en algunas partes se hiciese pesada y tediosa.

Quizás fue la única la forma que encontró King para convertir un cuento en novela; cuento que pudo haber sido "redondo" y perfecto sin tantos detalles de ferias, resultando con ello en la gestación de una novela agridulce.

¡Ah!, pero no teman. Hay misterio. Y subrayo 'misterio', no terror; ya que la trama central es la investigación de un asesinato ocurrido en la Casa del Terror, mismo que obsesiona al joven protagonista de la novela, Devin Jones.

Sin embargo, el misterio no es el tema central y en varias ocasiones es dejado en el olvido, para ser recuperado con vigor al final de la novela.

Hay amor; hay madurez; hay descubrimiento; hay muerte; hay pérdida de la inocencia; hay dolor e inclusive una relación que el libro no me develó si evolucionó en el tiempo - o al menos yo no lo descubrí - y que hubiese sido el toque perfecto, dados todos los buenos y terribles momentos que pasaron juntos.

No doy nombres para no arruinar la lectura de la novela.

Parece que los años han "suavizado" a Stephen King, llevándolo del terror "hardcore" de sus primeras novelas al drama sobrenatural que despliega en muchas de sus obras, ya que hubo pasajes que tengo que aceptar que me conmovieron por su humanidad y sentimiento, algo que sólo un buen escritor puede lograr.

¿La recomiendo? Sí, y más que es una novela corta. ¿Es lo mejor de Stephen King? No, no lo es; pero tampoco es una mala novela, es sólo que se mercadea como 'terror' cuando en el fondo es una novela con un gran corazón que nos revela caminos y sentimientos que todos hemos tenido cuando éramos felices, jóvenes e inocentes.

Y le doy gracias al maestro por haberme refrescado la memoria sobre muchos momentos que son sólo míos y que morirán conmigo cuando llegue mi momento. Gracias, Stephen King.


jueves, 5 de septiembre de 2013

La Banca





Por: Yohel Amat

Su corazón latía a mil por hora: acababa de volver a ver a la mujer más hermosa del mundo.

Mario se encontraba sentado en una banca del diminuto parque de San Sebastián, pequeña población que se encontraba casi en la frontera del país.

Era una noche fría y por ello tiritaba hacía rato – dos horas para ser más exactos – por estar todo ese tiempo a la intemperie, esperando por una señal de que haber viajado casi 600 kilómetros por una noticia tan vaga, no había sido una locura.

Sin embargo ante sus ojos se encontraba la mujer cuyo recuerdo le había acompañado durante más de 36 años: Ruth, su primer amor.

Mario nuevamente dejó que el pasado le alcanzase, le derribase y la abrazase con su manto de recuerdos…

Recordó que las navidades más felices de su vida las empezó a vivir a los 6 años, corría el año 1964, cuando llegaron los Smith a la casa de al lado.

En realidad el gringo llegaba sólo para Navidad, era militar, ya que la casa pertenecía a los Gómez, una familia de tres de origen nicaragüense: los padres y su hija llamada Esperanza, nombre algo irónico porque vivió para ser una soltera redomada sin ninguna posibilidad de casarse debido a su acre carácter.

La segunda hija de los Gómez se había casado con Mike, un militar de “tuerca y tornillo” que parecía una broma de mal gusto por parte de todos aquellos que odiaban a los gringos y los estereotipaban como rubios, fornidos, vulgares, fumando habanos, racistas, orgullosos y prepotentes.

Digo que parecía una broma, porque prácticamente era el prototipo de todo lo que el imaginario latino tenía de un soldado norteamericano, exceptuando lo de racista, ya que Mike había demostrado que podía amar y casarse con una latina como María Gómez.

Mario recordaba que Mike siempre llegaba cargado de regalos y de árboles de navidad tan grandes e inmensos que nunca se supo cómo lograba meterlos al hogar de los Gómez y menos aún como los ponía de pie, quedando casi siempre la punta doblada contra el techo por la altura del árbol, teniendo por ello que poner la estrella en cualquier otra rama improvisada, menos en la punta, donde la tradición mandaba.

Mario nunca había sido tan feliz como cuando corría al ver a Mike todos los diciembres, sabiendo de que para él habría una buena cantidad de regalos que sólo podría abrir el 25 de diciembre.
“Condenada tradición”, se decía a sí mismo mientras contaba los días.

Fue a los seis años que conoció a Ruth, la hija de 7 años de un matrimonio previo de Mike y la niña más hermosa del mundo: pelirroja, pecosa, blanca, alta, inteligente y dueña de los ojos azules más fascinantes de todo el mundo y en cuyos lagos le encantaba sumergirse por horas.

Mario nunca fue muy bueno para disimular lo que sentía y por ello rápidamente ambas familias, la suya y la de Ruth, se dieron cuenta que entre ambos niños había nacido algo especial.

Eran otros tiempos donde el amor entre niños se consideraba inocente y casi un juego que no había que supervisar, ya que nada malo podía pasar.

Mario acostumbraba a jugar por horas con Ruth, aprovechando cada minuto de su corta estancia de diciembre, ya que inmediatamente después del 25 partían de vuelta a la base militar de turno para esperar el Año Nuevo en casa de los padres de Mike en los Estados Unidos.

Uno de sus juegos favoritos era “India” y era el único donde Mario hacía lo posible por perder, sólo por el placer de escuchar la risa de Ruth al declararse ganadora: era el sonido más hermoso del mundo.

Fueron las 4 navidades más felices de su vida, hasta que su mundo se vino abajo: Mike falleció y los viajes en diciembre cesaron para siempre.

Mario ya tenía práctica en soportar el inmenso dolor que le causaba la partida de Ruth todos los diciembres, pero nunca estuvo preparado para que su corazón de casi 10 años fuese aplastado de manera tan inmisericorde.

Lo único que le quedaba a Mario de Ruth era una pieza de aluminio de una edición conmemorativa de “India” que Ruth le había regalado en diciembre pasado, con la promesa de que se lo devolviera intacto el año siguiente.

Quería que le recordase hasta que ella volviese.

Allí se encontraba Mario, en la banca de un parque, titiritando de frío, 36 años después, con la pieza en la mano, intacta como el primer día.

Y pensaba cumplir su promesa.

Quería decirle que durante todo ese tiempo nunca había pensado en otra mujer que no fuese ella y qué no se detendría hasta hacerle saber que había tenido muchas mujeres, pero nunca un amor.

Volcaría sobre ella el mar de palabras que se había acumulado en su corazón, todas y cada una de ellas atesoradas con cariño y devoción por años para ella.

Cuando le dijeron que Ruth había regresado para ese diciembre, Mario no lo había pensado dos veces y se había lanzado hacia San Sebastián con toda la certeza de que esta vez sí podría empezar a recorrer el camino de la felicidad, de la mano de Ruth y no el sendero de la melancolía, el suyo, lado a lado con el frío espíritu de los recuerdos y de los hechos no consumados.

Ya sabía que Ruth se había casado – siempre estaba en contacto con los Gómez al respecto – pero recientemente su esposo había muerto. Eso también lo sabía

No podía negar que esa noticia le había hecho muy feliz.

Por ello se encontraba allí, dispuesto a devolverle la paz a su corazón y a disfrutar de las mieles que sólo producen los amores que son de verdad y que pasan la prueba del tiempo.

Atajó a un muchacho que pasaba y le pidió que por favor entrara a la casa de los Gómez – la puerta estaba abierta de par en par y por ello podía ver todo lo que pasaba en su interior – y que por favor le dijera a Ruth que Mario le esperaba en una banca del parque.

- “Dile que he esperado por ella durante 36 años”, le pidió repetir letra por letra como frase final.

Mientras el muchacho avanzaba a cumplir su misión, y con $10.00 más en su cartera como pago por su labor, pudo ver detrás de él algo que le partió el alma, esta vez para siempre: un hombre vestido totalmente de negro había aparecido súbitamente y Ruth apenas le vio saltó hacia sus brazos y le abrazo, cerrando los ojos y reposando sus rizos pelirrojos en el pecho del infeliz que estaba disfrutando de algo con lo que él sólo había soñado por tantos años.

Casi pudo sentir el sonido de porcelana rota de su corazón ante la certeza de que Ruth nunca sería para él más que un recuerdo de su niñez y su fantasma de compañía.

Vanamente había corrido durante tantos años detrás de un espejismo.

El chico entró a la casa de los Gómez y cumplió diligentemente con su misión, informándole a Ruth que le esperaba en el parque un conocido suyo de la niñez.

Apenas escuchó el nombre, “Mario”, su alma recuperó mucha de la alegría perdida por la reciente pérdida de su esposo por más de diez años.

Tuvo que disimular su ansiedad, ya que no quiso decir nada de lo que le acababan de hacer saber, en especial al padre Timothy, el cual se había convertido prácticamente en su segundo padre y su principal hombro de apoyo durante los últimos meses de luto.

Timothy era tan especial que hasta había aceptado viajar con Ruth para acompañarla y ayudarle en su recuperación.

Miró hacia la puerta y buscó con la mirada, pero desde la sala no lograba distinguir nada.
Presa de la ansiedad corrió hacia la calle y la atravesó, con el chico detrás de ella

Cuando llegó a la banca que el joven le indicó, no había nadie allí.

Volteó a ver al derredor y tampoco vio a nadie: el pequeño parque se encontraba totalmente solitario a esa hora de la noche.

Lo único que Ruth encontró fue una pieza de “India” de aluminio en forma de peón de ajedrez que estaba sobre la banca y la cual la brisa había derribado.

El  aullido del viento  se escuchaba, mientras jugaba con ella, haciéndola girar sobre su punta una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…

Reseña de película: 'Guerra Mundial Z'




Por: Yohel Amat

Puntaje: 7/10


"La Madre naturaleza es una asesina en serie. Es una arpía".

Los zombis están de moda y son multimedia: están en la televisión, en el cine, en la literatura y en los juegos. Están por todos lados.

Por ello no es de extrañar la avalancha de libros con temática zombi, de entre los cuales destacó uno llamado “Guerra Mundial Z”, escrito por Max Brooks y publicada en el año 2006.

El libro además de ser original en su temática, lo es en el tono y en la manera de narrar la historia, ya que utiliza el esquema de “informe de inteligencia”, armado y preparado en primera persona y en la forma de un ‘Informe de la Comisión de Postguerra de Naciones Unidas’, dónde el investigador iba por todo el mundo entrevistando a diferentes personas relacionadas con el levantamiento zombi.

En especial se trataba de que cada una de esas personas narrara como se había originado el fenómeno, como reaccionó el país, como lo combatió, como el entrevistado contribuyó y finalmente como se logró al menos controlar el brote.

El libro es muy realista y analiza la Guerra Mundial Z con lógica y sentido práctico, tratando de mostrar todas las consecuencias y reacciones de tamaña desgracia.

Siendo así, se sabía que sería muy complicado hacer una película basada en el libro, ya que normalmente las mismas tienen un avance lineal y centrado en sus protagonistas.
Por el tono multicultural del libro, era complicado respetar su espíritu en la película.

Ello lo esperábamos, pero nunca nos imaginamos que iba a haber tanta diferencia entre ambos.
Prácticamente sólo tienen en común el nombre.

No me malinterpreten: Guerra Mundial Z es una película muy entretenida y cumple con mostrarnos el levantamiento Z y todo el terror que siembra a su paso.

Sin embargo, peca de algunas debilidades que impiden que se pudiese convertir en un clásico del género.

En primer lugar, es una película tímida. Se evitó mostrar mucho ‘gore’ y casi toda la masacre ocurre fuera de cámara para que nos imagináramos lo que sucedía, sin que el director - Marc Forster - se arriesgara a perder la clasificación PG-13 de la película, lo cual le garantizaba que todos los adolescentes podrían ir a verla y de esa forma garantizar ganancias.

No es posible que una oportunidad única y con una base tan buena como el libro de Brooks, se haya desperdiciado por las ansias de garantizar ganancias, pasando por encima de lo que pudo haber sido un montaje espectacular y realista de la guerra mundial Z. Qué lástima.

Por otra parte, al tener un protagonista como Brad Pitt, generalmente toda la atención se presta en él y la película ‘per se’ pasa a segundo plano, lo cual afecta seriamente la estética de la película.
Los protagonistas principales debieron haber sido esas hordas de zombis que surgían por todo el mundo y a un ritmo aterrador.

El guión también peca de ilógico en algunos de sus pasajes, pero por suerte creo que son contados con los dedos de la mano.

Los acontecimientos que suceden al final también son precipitados y dan a entender que trataron de armar un final que satisficiera a todos.

Para terminar: estamos ante un “blockbuster” del más rancio abolengo ‘hollywoodense’, edulcorado hasta dónde se podía para que gustara a las masas, incluyendo al lucrativo público juvenil.


Por lo demás, seguiré esperando esa película que le haga justicia a un evento que cada día pareciera más próximo y más cierto: el Apocalipsis zombi. 


miércoles, 4 de septiembre de 2013

Reseña de Libros: 'La Biblioteca de los Muertos'







Por Yohel Amat


Puntaje: 6/10

¿Es posible saber la fecha en la que vamos a morir? De existir tal conocimiento, ¿qué harían los poderes de turno con dicha información? Y lo más importante ¿de dónde viene ese conocimiento?

'La Biblioteca de los Muertos' es un libro del autor norteamericano Glenn Cooper, especialista en arqueología y medicina.

Quizás ello explique porqué este libro sufre de bipolaridad, de lo cual voy a hablar más adelante.

Esta obra fácilmente se puede embutir en la misma categoría de tantos otros libros que han optado por los thriller históricos, al mejor estilo del género popularizado por Dan Brown.

Y ello no es malo, ya que los que amamos los tiempos pasados, los misterios y la historia, estamos de fiesta hace rato.

Hay tres líneas narrativas que ocurren en tiempos diferentes y que tienen en común esa misteriosa biblioteca dónde reposan miles de libros manuscritos, dónde se escribe el conocimiento más asombroso del mundo.
No ahondaré en ello para no plasmar un "spoiler" que les arruine la lectura del libro.


La primera comienza en el año 777 en la Abadía de Vactis en Britania; la otra inicia en 1947 y la central y más detallada es la que ocurre en nuestros tiempos (2009), a partir de la investigación del más misterioso de los asesinos en serie: el del Día del Juicio Final.

El protagonista principal es el investigador del FBI Will Piper – estereotipado a más no poder, incluyendo el que tenga problemas con el alcohol -, especialista en atrapar asesinos en serie y encargado de capturar al escurridizo asesino que se especializa en enviarle tarjetas adornadas con ataúdes a destinatarios sin nada en común entre sí, dónde les dice la fecha exacta en la cual van a morir.

Las aventuras de Will Piper deberían ser muy interesantes, pero el autor como que nunca encontró el tono correcto que estuviera a la altura de la línea que ocurre en Vactis y por ello la captura del asesino serial luce común, sin sorpresas, con personajes de cartón y sin profundidad. Y lo peor: con romance forzado, cursi e impertinente incluido.

En cambio, la historia que ocurre en la Abadía y la cual nos dicta los orígenes de la Orden de los Nombres, es fascinante porque Cooper allí sí supo crear el ambiente adecuado.
Se nota que el escritor disfruta recreando el ambiente de la Britania del siglo VI, en especial el del día a día en una Abadía.

Si a ello le agregamos la profecía del Séptimo Hijo del Séptimo Hijo, tendremos un cóctel irresistible que nos lleva a devorar las páginas para saber que va a pasar.

La tercera línea narrativa es casi insignificante y sólo sirve para sentar las bases de lo que sería el Área 51 y de los misterios que oculta.

Al final del libro tenemos dos cosas: un sabor agridulce en la boca - producto de la diferencia de calidad entre todas las historias - y la satisfacción de un final que no esperábamos y que nos deja con ansias de saber más.

¿Recomiendo su lectura? Por supuesto. ¿Es un clásico? No. No lo es, pero la calidad de lo que el escritor hace bien, justifica cargar con el lastre de las partes mediocres.

Tengo que confesar que tengo muchas ganas de continuar con el siguiente libro 'El Libro de Las Almas' y sólo ese hecho revela que Cooper supo despertar ese sentimiento ganador - al menos para el escritor - de querer saber más.

viernes, 23 de agosto de 2013

Crítica de cine: "El Conjuro"



Por: Yohel Amat


El sub género "casa embrujada" y "posesión demoníaca" ha estado en franca decadencia. Todo el género de "terror" lo ha estado desde hace años.

Parece que se hubiese perdido el arte de narrar una buena historia de fantasmas en aras del camino fácil de optar por contar la historia al estilo "reality show" con "cámara frenética" y todo.

Otra opción muy popular ha sido echar mano de todo el "gore" posible para llevarnos prácticamente a una montaña rusa en una carnicería, con baño de vísceras y sangre incluido.

Sin embargo, el terror es más que eso.

Los clásicos del género fueron hechos por manos maestras que sabían contar una buena historia y que sabía que el mejor terror, el más profundo miedo se causa con tensión; sugiriendo más que mostrando; dejando que el espectador se involucrase en la historia, hacerlo un protagonista más.

Y lo más importante: sabiendo crear una atmósfera lóbrega, opresora, asfixiante, tenebrosa. He allí el arte de saber contar una buena historia de fantasmas.

Siempre se ha dicho que detrás de un buen relato de aparecidos, de espectros, TIENE que haber un buen drama, una tragedia, un suceso tan trágico y espeluznante que truncó una o más vidas y que ha causado como consecuencia la pena eterna para esas pobres almas. Y para los desafortunados que tengan que toparse con ellas.

Siendo así, les tengo buenas noticias: El Conjuro es una buena película del género, pero ojo: no es un clásico ni es excelente.

La definiría más como un soplo de aire fresco, como un homenaje de un director que ama el género, respeta a los maestros y trata a su manera de revolucionar; de inyectarle energía a ese maltrecho cadáver que yace sobre la taquilla, tratado como un género de cine de tercera: James Wan

Wan, nacido en Malasia, es el artífice de películas como Saw, Dead Silence e Insidious, entre otras, la mayoría de las cuales han causado revuelo en su momento y han sido el inicio de sagas muy lucrativas.

En este caso, Wan ha tratado de tomar el trillado tema de la posesión diabólica y de las casas embrujadas y tratar de hacer algo diferente, recurriendo a buenas actuaciones, la dosis adecuada de efectos especiales, muy pocos sustos gratuitos y mucho suspenso y sugerencias, o sea velar más de lo que se muestra, causando con ello esa opresión de saber que yace entre las sombras. ¿O es sólo nuestra imaginación?

Vera Farmiga - actualmente la pueden ver en la serie Motel Bates - se roba el show y su papel - a pesar de que no logra demostrar esa vena dramática que nos haga conmovernos con su dolor - es más que adecuado.

Si hay algo que tengo que criticarle, es que el drama - la columna vertebral de todo - es tratado muy superficialmente y no me convenció, por ello no logré sentir esa afinidad/repulsión con el ente principal, sabiendo ya la causa que llevó a esa desgraciada a su condición actual.

Sin embargo lo mostrado es suficiente para que la película se sostenga y no caiga bajo el peso de los excesos y escenas que se muestran.

Por otra parte, la música y el sonido siempre son vitales a la hora de crear suspenso y en El Conjuro se hace uso de ambos y de manera magistral.
La música de Joseph Bishara es espeluznante y sabe crear la atmósfera adecuada para la escena que estamos viendo, sirviendo como telón de fondo para el horror que Wan nos presenta.

Rechinidos, gritos, susurros, brisa, golpes, etc. son usados para crear tensión y para que el espectador se involucre en lo que está viendo.
Una cosa sí les puedo garantizar: nunca más escucharan unas palmadas en casa de la misma forma.

Para concluir, ¿aterra la película? Sí. ¿Es espeluznante? Quizás no como otras, pero en realidad no lo requiere. ¿Es inolvidable? Probablemente no, pero por tener un toque más humano y mejores efectos que Mama, podemos estar seguros de que por mucho tiempo en nuestra mente aparecerán al azar escenas de la película, haciéndonos recordar ese momento que pensamos pasajero.

Y de eso se trata una buena película de terror: de llevarnos a las profundidades de la maldad, traernos de vuelta a la "seguridad" de lo cotidiano, pero dejando en nuestra mente recordatorios y cicatrices del viaje realizado como recordatorio de que en la noche, todo puede suceder.