Por: Yohel Amat
Sol.
Calor.
Autos.
Tranque.
Desesperación.
Estrés.
Era un mar de coches, separados por el escaso espacio necesario para que cupiesen dos motos entre cada carril, en la mayoría de los casos.
Todas estas almas desesperadas estaban al borde de la locura, en una ciudad que cada vez oprimía más, casi hasta la asfixia, a cada uno de los desventurados que tenía que transportarse por sus maltrechas calles llenas de baches, vendedores imprudentes y letreros de “Hombres trabajando”.
Con la excusa de estar trabajando por el bienestar de los ciudadanos, a los mismos el gobierno les estaba dando una muestra de lo que debería ser el infierno, pero sobre esta tierra.
Y tres años era demasiado tiempo.
Excusas y más excusas, caos, accidentes, gritos, peleas, estrés, odio, eran los ingredientes comunes de ese caldo de malestar que se cocinaba en el caldero de la ciudad que no dejaba de crecer, pero aplastando con su arrollador paso a los desgraciados bastardos que habitaban en ella.
Ya no importaba si era hora pico o no: el congestionamiento vehicular ya no conocía ni de horario ni de fecha en el calendario.
Pero el día de hoy era el colmo: el calor era insoportable.
La mayoría de los conductores, luego de una hora de maldecir y de pitar para ver si se lograba el milagro de que los carros avanzaran, ya no sabían qué hacer.
Muchos maldecían, otros rezaban, otros meditaban, otros bailaban al son de los diferentes ritmos que se podían escuchar en esas cajas de música rodantes.
Lo peor era no saber que pasaba; el porqué de tantos minutos de inmovilidad.
¿Habría un accidente más adelante? ¿O se trataba de un nuevo desvío por causa de las obras que se estaban llevando a cabo? ¿Se trataría de algún cierre de calle para protestar por otra causa perdida? ¿O simplemente era que el sistema vial había por fin colapsado bajo el peso de tanto vehículo rodante nuevo en la calle?
Los rayos del astro rey por momentos parecían ganar intensidad, todo con el sádico deseo de castigar en todo lo posible a esas almas abandonadas de Dios, unas al volante de sus correspondientes vehículos otras como pasajeros en algún desvencijado bus.
Nunca se supo cual auto lo inició todo - más de 20 testigos aseguraban haber presenciado la génesis - pero el hecho cierto es que en medio de un rechinar de llantas, un vehículo logró un espacio en medio del caos para embestir a otro carro con la fuerza suficiente para aplastar su costado izquierdo.
Por un momento el silencio se apoderó de todo y pareció que el tiempo se había detenido.
Como si de un disparo de arranque se hubiese tratado, por doquier autos, camiones, buses, mulas y camionetas comenzaron a embestirse uno al otro con toda la saña que les permitía el espacio disponible y la velocidad que pudiesen desarrollar.
En cuestión de minutos el ruido de las llantas, el estrépito del metal al encontrarse dos o más bólidos, los gritos de los heridos, el escándalo de los vidrios rotos y de los parabrisas al ser atravesados por las personas que iban dentro de los vehículos; se mezclaron en una escalofriante y sangrienta sinfonía.
Nadie podía entender el porqué de esta violenta danza, pero poco a poco el frenesí fue creciendo en intensidad.
El humo de los motores se veía por doquier y para el espectador casual, todo era un caos de sangre, carne, gritos y dolor.
Nadie sabe con certeza cuanto tiempo duró la macabra embestida múltiple, pero así mismo como comenzó, así mismo cesó.
En medio de los vapores de los autos empezaron a verse las sombras de las personas, en la medida que se bajaban de sus vehículos para ver qué había pasado y la magnitud de los daños.
Las personas se miraban unas a otras sin pronunciar una palabra, mientras deambulaban inspeccionando el interior de los vehículos para ver si había sobrevivientes.
Muchos comentarían que lo que más les impresionó fue ver la cantidad de víctimas tiradas sobre la tapa del motor, lanzadas allí por la inercia causada al chocar sus vehículos contra sus pares y sin cinturón de seguridad.
A nadie se le ocurrió sacar a los heridos de los autos, ya que el pavimento estaba casi en estado líquido por causa de la ira de los rayos del sol.
Sangre, muerte y lamentos eran la música de fondo de esta macabra obra.
De repente un hombre con camisa de cuadros y apariencia sencilla, se agachó y abrazó, a través de la ventanilla rota, a una joven que estaba atrapada en el asiento del conductor de un auto color rojo.
La abrazó como si la conociera de toda la vida y como si acabasen de encontrarse luego de un largo tiempo de ausencia.
La conductora, a pesar de las heridas que tenía, olvidó por un momento la angustia de estar aprisionada dentro del auto y le devolvió el abrazo con toda la fuerza que pudo reunir.
Por toda la carretera el cuadro era mismo: personas abrazándose como familiares, manchándose entre sí con sangre y sudor, acariciando sus rostros fraternalmente.
No importaba si alguno tuviese heridas de tal magnitud que permitiesen que sus vísceras se asomaran, cual repugnante criatura a las puertas de la cueva donde se refugiaba: el abrazo era dado y recibido con el mismo entusiasmo y cariño.
Para el espectador casual el cuadro no podía ser más dantesco y extraño: una multitud de personas dando y recibiendo cariño en medio de lágrimas y autos destrozados.
Posteriormente, al ser interrogados muchos de los involucrados con respecto a lo que había pasado, la mayoría contestó de la misma manera: ninguno recordaba la última vez que había sido tan feliz.