domingo, 23 de febrero de 2014

A mí nadie me deja





Sentía frío, mucho frío.

Quizás se debía a la brisa que baja por la colina hacia dónde estamos todos mirando en una misma dirección. El sol se está ocultando detrás de esa misma colina, acrecentando la ya de por sí natural gelidez de los cementerios.

Mamá me tiene agarrado de la mano y llora quedamente mientras el padre recita sus letanías hacia el ataúd que se encuentra al borde del foso donde reposará por la eternidad.

O al menos eso es lo que me han enseñado en la escuela y en la iglesia. La verdad nunca lo he entendido muy bien. Sólo sé que todos lloran o se ven con cara de tristeza, contradiciendo el que estemos ante el preámbulo del Cielo, lo cual debería ser motivo de celebración.

A mis 13 años mi madre aún me trata como un niño y ello a veces me molesta, pero en momentos como este no digo nada porque sé que está sufriendo.

No sé que pensar de la muerte del entrenador Schmit y más aún por la forma como murió: tres tiros a la cabeza en la puerta de su casa como a las 8 de la que noche.

Según vi en las noticias, el entrenador estaba tranquilamente viendo televisión con su esposa – la señora Maggie, muy buena persona que siempre nos llevaba un pastel los sábados al campo de juego para que lo devoráramos luego del partido – cuando alguien tocó a la puerta.

El entrenador se levantó para ver quién era y al abrir la puerta recibió los tres tiros – no sé porqué cuando recuerdo esta parte no puedo evitar relacionarlo con mis juegos de vídeo favoritos – para caer de espaldas en el pasillo que llevaba hacia la cocina.
La señora Maggie tardó en reaccionar – aterrorizada por el estrépito de los disparos – de manera que cuando llegó corriendo y gritando ya era demasiado tarde: el asesino había desaparecido en la oscuridad de la noche.

La policía siempre se preguntó como hizo para desaparecer tan rápido, ya que los vecinos salieron inmediatamente y ninguno recordaba haber visto ningún auto pasando por la única calle de la barriada a esa hora.

El asesino simplemente desapareció, mientras vecinos y hasta niños se agrupaban a las afueras de la casa del entrenador para satisfacer el morbo y para inyectarse de esa adrenalina que les negaba sus plácidas vidas.
Yo también estuve allí curioseando y hasta pude ver de lejos al entrenador, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre.
Nunca había visto tanta en mi vida.

La verdad nuestro pueblo era muy aburrido. Mi hermano no bien había cumplido los 18 años cuando inmediatamente hizo las maletas y se fue hacia la gran ciudad, 500 kilómetros al este, para trabajar y estudiar.
Al menos eso fue lo que nos dijo a todos en casa. Sin embargo, al momento de partir, todos quedamos con el acre sabor del convencimiento de que nos había mentido. De que todo lo que en realidad quería era huir.

Por eso, el béisbol era una pasión para todos en el pueblo, adultos y niños. Era muy raro que en  una población de 3 mil habitantes todos no hubiesen compartido el amor por lo único que nos daba emoción y aventura.

El que el sacerdote se hubiese callado y el ruido que causó el súbito cierre de su Biblia, me trajo a la realidad: estábamos todos en el entierro de un ser que muchos amábamos.

Pareciera ayer que estuviera llegando al campo de juego del pueblo a inscribirme en la liga infantil de béisbol, donde el entrenador Schmit era el mandamás y el “hacelo todo”.

Siempre se le admiró el cariño que le demostraba a los niños – siempre se negó a trabajar con equipos de jugadores mayores de 13 años o con niñas – y su pasión por su bienestar. Muchos aplaudían que su amor por ellos fuera más allá del campo de juego, ya que muchas veces llevaba a los que dejaban olvidados - al finalizar la práctica - hasta las puertas de su casa.

Tengo que aceptar que le guardaba mucho cariño y que lamenté profundamente su muerte. Inclusive, en estos momentos estoy metiendo la mano en la cartera de mamá para sacar el pañuelo que con previsión llevaba con ella, para secarme las lágrimas.

Mientras el ataúd baja, recuerdo que después del asesinato nada fue igual: las personas ahora se  niegan a salir de noche; ahora nadie deja las puertas abiertas; todos desconfían de todos y la policía local ha quedado con imagen de ineptos y torpes, ya que no han podido descifrar el enigma ni recoger la más mínima pista.

Por más que investigaron – inclusive, la señora Maggie fue la principal sospechosa al inicio – dentro de sus amistades, familiares y conocidos, no pudieron encontrar a una sola persona que diera una luz para aclarar el caso.

Hasta nos interrogaron a todos los que Schmit estaba entrenando antes de su muerte, pero pocos hablamos, ya que la mayoría estaban traumados y en shock, lo que probaba hasta dónde se había metido el entrenador dentro de los niños, pensó la policía.

El sonido de las palas al momento de comenzar los voluntarios a echar tierra dentro del hoyo, sonó frío y lúgubre, como recordatorio de que estábamos en el reino de los muertos y que – como dice el pastor en la televisión - “polvo somos y en polvo nos convertiremos”.

Ya estaba comenzando la gente a desfilar delante de la tumba, para cumplir con ese extraño ritual de coger un puñado de tierra y de tirarlo sobre el ataúd, algo que a mis 13 años todavía no comprendo.

A estas alturas, ya casi todos en el pueblo nos habíamos convencido de que nunca se encontraría al asesino y ello era peor que la muerte para la familia del entrenador ya que no podían soportar el hecho de saber que convivían con su asesino en un pueblo tan pequeño.
Pensar que lo tenían al lado sentado en la iglesia les quitaba el sueño, le escuché decir a la señora Maggie a mi madre una vez que nos encontramos en la farmacia.

Finalmente todo había terminado y las personas estaban poco a poco despidiéndose del entrenador y partiendo del cementerio, con el alivio reflejado en sus rostros de no ser ellos los que estaban a seis pies bajo tierra.

Mamá se quedó un rato más hasta que los familiares del entrenador se retiraron y hasta que solo quedó un solitario trabajador del cementerio, limpiando y recogiendo materiales y herramientas.

Cuando finalmente comenzamos a irnos, no pude evitar voltear a ver hacia la tumba y pensar  que estaba abandonando al entrenador para siempre.

En cambio a mí NADIE me deja ni me abandona. NADIE.

Autor: Yohel Amat