viernes, 8 de noviembre de 2013

La Cita









Por: Yohel Amat


CAPITULO 1


El bus lo dejó en el parque de Penonomé en pleno mediodía.

Al mirar como se iba alejando por la calle, dejando tras de sí una estela de humo, se sintió con el mismo desamparo que sentiría un aventurero si su barco lo hubiera abandonado en el Polo Norte y sin fecha de retorno definida.

Sin embargo el calor le golpeó en la cara y le recordó donde estaba y cual era su objetivo.

Sonrió. Recordó.

Recordó cuando era solo un muchacho y corría por las mismas calles en las que ahora circulaban todo tipo de vehículos, como arrogante muestra de que el progreso campeaba en su tierra natal.

Por todos lados había vendedores de los famosos dulces de la región: manjar blanco; cocadas; suspiros; etc. en sus clásicas bandejas blancas cubiertas de plástico, tan típicamente panameño

No quería caer en la fácil trampa de pensar que “tiempos pasados fueron mejores”, sin embargo no podía sacar de su cabeza que los actuales no eran los mejores de su vida precisamente

- “Definitivamente que no…”, caviló mientras caminaba con paso ágil, casi demasiado para alguien de 69 años y que estaba pronto a morir.

Cuando solo era un ‘pelao’ de quince años lo único que anhelaba era llegar a los dieciocho para poder sacar su cédula y convertirse por arte de birlibirloque en un adulto con todas las de la ley.

- “Definitivamente que uno es aguebao”, pensó para sí.

Su vestimenta no podía ser más sencilla: una camisa manga corta a cuadros con tonalidades azules. Estaba cerrada, a pesar del calor, hasta el penúltimo botón. Su pantalón era color crema, ceñido por una correa de riguroso color negro.

Sobre su cabeza llevaba un sombrero de ala ancha, color gris oscuro. Gafas oscuras ocultaban sus ojos y los protegían contra los inclementes rayos del astro rey.

Por calzado llevaba dos zapatillas un tanto anticuadas pero adecuadas para recorrer el camino que tenía por delante.

Su pecho lo atravesaba la correa de una mochilita que colgaba hacia su costado derecho. Estaba herméticamente cerrada.

Siguió caminando hasta la siguiente parada de buses donde podría dirigirse a su destino final y donde podría realizar la tarea más importante de su vida.

Tenía todo el tiempo del mundo.

Por primera vez en su vida era libre de ataduras sentimentales, laborales y sociales. Era él mismo por primera vez en muchos años.

Mientras esperaba el bus observó en derredor y por lo visto mucho del entorno de su niñez se mantenía, ya que unas cuantas lágrimas se asomaron en sus cansados ojos, trasluciendo la nostalgia que lo embargaba en ese momento.

- “De verdad que te estás volviendo pendejo, José”, sentenció para sí mismo.

Una vez recuperado se sintió de nuevo exultante y listo para continuar con la importante tarea que tenía por delante. Para ello siguió caminando rumbo a la siguiente parada.

A punto estuvo de ser arrollado por un vehículo al cruzar la calle sin fijarse.

Tan ensimismado iba pensando en todos los acontecimientos recientes que no se dio cuenta que un carro venía por la vía.

Lo que lo sacó de su trance fue el sonido atronador del pito del carro. El corazón se le aceleró a mil por hora y solo atinó a reaccionar y dar un salto que para su edad - y para el estado general de sus huesos - fue todo un portento.

- “Coño, que me joden” – atinó a pensar. - “Bonito sería que a estas alturas del juego un carro termine conmigo tan fácilmente”.

No pudo evitar sonreír ante este pensamiento.

Por fin llegó a la parada. A su alrededor todo era actividad: vendedores de películas piratas; vendedores de frituras para aplacar el hambre antes del viaje; el ruido ensordecedor de las buses que parten y de los que recién llegaban. Y los benditos dulces por todos lados.

Toda esa vorágine casi le hizo sentirse en casa.

Pero con varios movimientos horizontales de cabeza sacudió fuera de su cabeza dicho pensamiento y de nuevo fue feliz: estaba años luz de casa, y así quería que fuera.

CAPITULO 2


Finalmente el transporte que lo llevaría a “Los Uveros” llegó.

El calor era insoportable y la verdad era que por vez primera desde que había llegado a Penonomé empezó a sudar.

Sacó un pañuelo de su bolsillo, impecablemente doblado como siempre y secó su frente y la barbilla con él.

Aprovechó para comprar un vaso de agua de pipa para refrescarse.
El frío líquido obró milagros en su organismo ya que inmediatamente empezó a sentir que la temperatura descendía.

Sin embargo lo último que quería era perder el vehículo que lo llevaría a su cita con lo inevitable, por lo que apuró lo que quedaba de la bebida de un solo sorbo y procedió a botar el vaso en un basurero.

Apuro el paso y subió al transporte. Debido a su edad y ese aire de autoridad que le rodeaba siempre, no le costó trabajo conseguir asiento.

El bus demoró en salir hacia su destino unos cinco minutos más, por lo que nuevamente sintió que el calor lo envolvía como un torbellino.

Se estaba cocinando en vida en el caldo espeso del interior del bus.

“¡Maldito calor!”, alcanzó a decir antes de caer en un sopor que le permitió soportar la espera por la partida del armatoste, mientras se abanicaba con su propio sombrero.

Finalmente el motor del vehículo tosió y lentamente comenzó a tomar velocidad.

Bordeó el Parque hasta la esquina del cuartel de policía y de allí giró por la vía hacia “La Pintada”. Tenía por delante un recorrido de casi 3 kilómetros hasta llegar “Los Uveros”.

 El camino no era muy bueno, sin embargo tantas veces lo había recorrido durante sus 69 años de vida que en realidad le daba lo mismo. Sentía que estaba predestinado a realizar este viaje por lo que lo único que le interesaba era llegar.

Acudir a la cita.

Por lo corto del trayecto el viaje debería demorar máximo 15 minutos a “Los Uveros” y de allí seguiría a pie. El paisaje era árido y duro. El sol se mostraba inclemente y no había en el cielo ni una sola nube que amortiguara su fuerza.

A ambos lados del camino se veían las clásicas cercas hechas con ramas y troncos de árboles que servían para contener el ganado de los terratenientes del área y que dentro de tanta escasez eran los únicos que habían sabido lo que era la riqueza y las comodidades, ya que el grueso de la provincia seguía viviendo entre la estrechez y el hambre.

Árboles de cedro espino, algarrobo y corotú era lo que predominaba alrededor y a todo lo largo de esta región de la provincia.
Todo rezumaba calor y aridez.

Coclé siempre había sido una tierra dura pero pródiga, llena de belleza natural y de bellos paisajes.

Su destino era uno de esos parajes, en su opinión uno de los mejores: el cañón de “La Angostura”.

Por suerte dicho lugar permanecía relativamente desconocido para el grueso de la gente por lo que su salvajismo y belleza casi se mantenía intacto.

En realidad se trataba de un mini cañón por el cual serpentea el río Zaratí, cuyo nombre venía del que ostentó la hija del famoso cacique Nomé.

El río con el paso de los siglos ha abierto un camino entre las montañas, con una altura aproximada a ambos lados de unos 100 metros, en algunas partes.

Las piedras que constituían las paredes en algunas de sus secciones semejaban una construcción hecha por la mano del hombre y no por la naturaleza, ya que encajaban a la perfección.

Como si fuera poco había muchas cascadas y charcas. Todo invitaba a olvidar que se estaba solo a horas de la civilización.

En sus orillas se respiraba un ambiente de magia y misterio que había dado pie a muchas leyendas, todas ellas ciertas.

Un bache en el camino le devolvió a la realidad. Se sentía muy cansado y quizás todo se debía a que el destino muchas veces pesa toneladas y en estos momentos sentía que el suyo pesaba más que un mal matrimonio.

El bus ya se encontraba en los linderos de “Los Uveros” por lo que su viaje estaba pronto a terminar.

Cuando se detuvo se apeó con cuidado ya que lo que menos quería era trastabillar, caer,  y echarlo todo a perder.

Al poner el pie en tierra se sintió nuevamente en casa y lleno de energía, misma que necesitaría para que su cansado cuerpo llegara a “La Angostura” por un camino de tierra de 850 metros de largo, donde su única compañía serían la soledad,  árboles de marañón y muchos matorrales.

Emprendió el camino inmediatamente, ya que se acercaban las 2:00pm y el tiempo apremiaba.

Su interés era llegar antes del atardecer y aprovechar para disfrutar de la belleza del paisaje, mismo que esperaba se conservara igual.

Esa es una de las cosas que siempre le gustó de los sitios olvidados: nada cambiaba.
Como la mano inoportuna del hombre no intervenía, dichos lugares conservaban la magia de siglos de pinceladas dadas por la naturaleza.

Eso era lo que estaba buscando y hacia allí comenzó a caminar.

CAPITULO 3


El niño estaba a la mitad del camino y de espaldas al viejo. Estaba totalmente inmóvil, exceptuando su cabello el cual era agitado por las ráfagas de viento que dominaban esta parte del camino.

Su única vestimenta era algo parecido a un taparrabo, ya que por lo demás se encontraba totalmente despojado de vestimentas y calzado.

El viejo le vio al terminar de subir una pequeña colina en el camino y tuvo que aceptar que le sorprendió, ya que toda su presencia desentonaba con el entorno, como si se tratara de un rascacielos en medio de la nada. Apenas llevaba 20 minutos de camino.

Algo ominoso se sentía en el ambiente y más que todo eso fue lo que lo hizo detenerse abruptamente.

Por su contextura se podía calcular su edad entre  8 o 12 años. Su peinado era corto, lacio, y redondeado, como si le hubieran puesto una totuma en la cabeza y hubieran recortado el cabello sobrante.

Los brazos descansaban a ambos lados de su anatomía totalmente flácidos. Ni un solo músculo en su cuerpo se movía, todo en él era contención y quietud.

Súbitamente su caja toráxica empezó a agitarse, presa de una extraña conmoción. El niño comenzó a respirar agitadamente y sus puños se cerraron con tanta fuerza que los nudillos tomaron una tonalidad blanca.

Parecía que acababa de detectar la presencia del viejo, a pesar de estar de espaldas a él y ello le había alterado.

El viejo estuvo a punto de dar la vuelta y correr en sentido contrario. Por un momento pensó que lo haría.

Sin embargo recordó que tenía una cita ineludible y que aunque el mismo diablo estuviera en medio del camino él seguiría adelante.

A pesar de que apenas era media tarde, cuando el niño comenzó a girar en su sentido no pudo evitar estremecerse.

Lento como una serpiente el niño empezó a darse la vuelta. Lo hacía con tal parsimonia que ni siquiera agitó el polvo del camino. Todo era sol, silencio y viento.

Sus rasgos eran indescifrables. La tonalidad de su piel era blanca y ello, aunado a  su poca vestimenta, ayudaba a darle un aire extravagante.

Sus ojos eran negros, profundamente oscuros y estaban totalmente fijos en el viejo. Eran fríos y carentes de vida. Semejaban los ojos de un pescado.

La respiración del niño seguía agitada y casi se podía ver como el calor comenzaba a circular por su cuerpo. Parecía como si llevara siglos allí, en medio del camino, sin haber movido un solo músculo y que la sola presencia del viejo le había sacado de su anquilosamiento de décadas.

Ni siquiera intentó hablarle, ya que intuía que no iba a recibir respuesta. El niño estaba allí con un solo propósito y lentamente empezó a entrever cuál era.

A pesar de carecer de vida, sus ojos eran lo más expresivo de su talante, el cual seguía siendo inescrutable.

Súbitamente su  barbilla bajó y sus ojos adquirieron una aciaga determinación. Todo ello aunado a su agitada respiración hacía que su actitud fuera la de una fuerte fijación.

Como si eso fuera posible sus ojos se enfocaron más todavía en el viejo y casi se podría decir que llamas bailaban dentro de ellos.

A pesar de lo ominoso de la escena, el viejo no se encontraba totalmente asustado, ya que él sabía que conocía al niño y ello, a su manera, le servía de asidero con la cordura.

El brazo izquierdo del niño comenzó a levantarse con tal lentitud que resultaba agobiante para alguien tan ansioso como el viejo.

A  mitad de camino se detuvo y calmosamente el dedo índice empezó a  asomarse dentro de su puñito cerrado, con el claro objetivo de señalar al viejo.

Nunca había visto tanta determinación en toda su vida y sabía que fuera lo que fuera el niño iba hacer lo que tenía que hacer.

Sucedió a tal velocidad que cuando se dio cuenta la cara del niño estaba a centímetros de la suya. Nunca había visto a algo o alguien moverse con tal celeridad.

Tal fue la impresión que cayó sobre su trasero en medio de una nube de polvo.

La distancia que lo había separado del niño era de aproximadamente unos 6 metros, y aún así el niño la había recorrido en milésimas de segundo para luego detenerse con la misma agilidad.
Le miró con furia contenida y lentamente empezó a agacharse.

Inesperadamente el niño comenzó a arañar la cara del viejo liberando por fin toda la ira contenida, a la vez que gritaba y chillaba a todo pulmón, cual poseso.

Lo primero que hizo fue tomar las gafas de sol y arrojarlas lejos de sí. El viejo quedó tendido cuan largo era a la vez que alcanzó a proteger su cara como pudo, sintiendo como si diez gatos estuvieran sobre él arañándole a la vez. Lastimándole. Culpándole.

Aún así el viejo no produjo ningún sonido. Era como si bruscamente hubiera perdido el control de sus cuerdas vocales. Todo su cuerpo se llenó de frío y adrenalina, tanto así que sintió en su boca el sabor de la bilis y por un momento temió vomitar encima de su atacante.

Con la misma velocidad con que comenzó el ataque, así mismo terminó. El viejo tenía sus brazos doblados sobre su cara y los ojos los tenía cerrados, en instintivo gesto por proteger las partes más sensibles de su rostro, lugar donde se había concentrado el ataque del niño.

Lo primero que hizo fue abrir sus ojos lentamente, con el miedo de que lo primero que viera fueran esos ojos de pescado, fijos sobre los suyos.
Sin embargo con su cara ladeada todo lo que veía era la vera del camino.

Ni señal del niño.

Poco a poco giró su cabeza y con la misma flema apartó los brazos de su cara y miró. El chico no estaba.

Levantó su torso quedando entonces sentado en el suelo apoyándose con sus manos en tierra y miró a su alrededor. Estaba totalmente solo.
Recogió su sombrero del suelo y volvió a calárselo y terminó de levantarse.

Sacudió el polvo de sus manos sacudiéndolas para luego revisar su cara y evaluar los daños causados por los arañazos frenéticos del niño. Nada. No se sentía ninguna irregularidad.

Carecía de un espejo, pero no lo necesitaba para saber que su cara lo único que tenía de diferente era el polvo que la cubría producto de su caída en el suelo.

Le tomó cinco minutos asimilar lo ocurrido. Su respiración paso de jadeante a normal y ello le permitió recuperar la calma.

Avanzó unos pasos hacia la cuneta a su derecha y una vez allí recogió los lentes que el niño había arrojado en los inicios de su rabieta. Se los puso, no sin antes sacudirles el polvo.

El hecho de haber reconocido a su agresor lo afectó más que el ataque en sí.

Sentimientos que pensaba olvidados e idos salieron a la superficie y por segunda vez en el día al viejo se le escaparon un par de lágrimas.

Las mismas crearon surcos en el polvo de la cara y por un momento le dieron la apariencia de una estatua milenaria, sucia, vieja y olvidada; mojada por la lluvia después de mucho tiempo a la intemperie.

-    “Definitivamente que los viejos pecados tienen largas sombras…”, alcanzó a decir el viejo.

Meditando en ello enfiló nuevamente hacia su destino, pensando para sí que en lo que restaba de vida, que no era mucho,  nunca olvidaría esos ojos de pescado.

Mientras recuperaba el ritmo de su caminata se dio cuenta que durante 57 años así había sido.

CAPITULO 4


Lo primero que escuchó fue el rugir del río.

El viejo llevaba más de 45 minutos de caminata a partir del incidente del niño. Su única compañía durante ese tiempo fueron el calor; la brisa; y la certeza prístina que llegaría a tiempo a su cita con el destino.

En su mente veía el río Zaratí saltando remolonamente entre las rocas de “La Angostura”, haciendo las veces de culebra ancestral serpenteando entre las rocas El ambiente era fresco y húmedo.

En contraste con los diferentes tonos de chocolate que había visto en la vegetación del camino, aquí todo era verdor. Tenía que caminar todavía 100 metros para llegar al borde del cañón.

Rápidamente recorrió el trayecto, dejándose guiar por el instinto de recorridos pasados. Se acercó al borde del cañón.

La altura con respecto al nivel del río era como de 20 metros. Se asomó y miró hacia abajo.

Sintió en ese momento como si una voz en su cabeza comenzara con cadencia a murmurar toda clase de pensamientos perversos y a tentarle.

Súbitamente la voz cesó y pudo nuevamente recuperar la compostura perdida.

Ello le permitió volver a meditar en el largo camino recorrido, y no estaba pensando precisamente en la caminata.

Por fin se encontraba a tiempo en la cita que tanto había anhelado, motivo por el cual no perdería más tiempo.

Abrió la mochilita que llevaba hacia un costado y metió su mano para sacar algo de ella.

Entre esta acción y que sus sesos volaran por los aires no transcurrieron ni dos segundos.

La mano con la que empuñaba el revólver 38 m/m y con cañón de 4 pulgadas asimiló el efecto de retroceso del arma, pero José nunca se dio cuenta ya que para ese momento ya estaba conociendo a su Creador, por muy ateo que hubiese sido toda su vida.

Había introducido el cañón del arma en su boca al momento de apretar el gatillo.

Tal y como lo había planeado - al caer su cuerpo como un fardo y por encontrarse al borde del acantilado -, rodó hacia el abismo de forma muy poco elegante pero efectiva.

El ruido del despojo al caer en las aguas no opacó el eco del disparo del arma.

Por un momento pareció que la misma naturaleza detuviese su rutina diaria para contemplar espantada el horror de lo sucedido. El eco demoró varios minutos en extinguirse.

Cuando encontraran su cuerpo los periódicos tendrían mucho de qué hablar, ya que no se trataba de cualquier “capa perro”: el viejo era nada más y nada menos que José María Vila, el desahuciado escritor más laureado de Panamá en toda su historia.


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