miércoles, 23 de octubre de 2013

La Cabaña






Por: Yohel Amat



No pudo evitar sentir un estremecimiento en cuanto vio el rostro en la ventana.

Apenas era visible, en medio de una bruma causada por la falta de luz a lo interior de la cabaña.

Cualquiera pensaría que Jonás se encontraba bajo el manto de la noche, en algún paraje oscuro y gótico, en medio de un bosque tenebroso y espeso, lleno de peligros y de criaturas sedientas de sangre. De la suya. 

Sin embargo, el sol no podía ser más brillante ni inclemente, lo cual le tenía sudando copiosamente.

Unos minutos antes, Jonás había detenido su auto en una curva de la carretera que conducía a las “highlands” y en la cual la circulación de autos y de vehículos de transporte era incesante y constante.

El paisaje y las circunstancias no podían ser menos tenebrosos.

La carretera carecía de hombros y por ello se había estacionado en el espacio que se formaba en el lugar donde comenzaba un pequeño camino rural y el cual se perdía en una curva más adelante.

Después, Jonás había comenzado a bajar por la carretera principal. El descenso era peligroso ya que había muchas curvas antes de recuperar la horizontal, un kilómetro más abajo.

Jonás seguía caminando para buscar el ángulo adecuado para tomar las fotos que deseaba del paisaje tan hermoso que tenía ante sí: amplias praderas, bosques inmensos e inclusive: el mar, con toda su serena belleza, allá en la distancia, casi donde el horizonte se hacía vago e imperceptible.

La vista no podía ser más hermosa.

Jonás comenzó a tomar las fotos, teniendo la precaución de estar atento a los vehículos que pudieran bajar por la carretera, para evitar un posible accidente.

“Juan Seguro vivió mil años”, le había enseñado su abuela cuando era niño.

De repente a su mano derecho la vio: una ruinosa cabaña de madera vieja y podrida.

La cabaña se encontraba de espaldas a la carretera.

Todo en ella era gris, viejo, triste y melancólico. Inclusive, hubiese jurado que la estructura había surgido súbitamente de la tierra.

Jonás trató de entender cómo se llegaba a la cabaña, ya que la misma se encontraba a buena distancia de la carretera, obligándole a usar el zoom de su cámara para poder reparar en los detalles de la estructura; hasta que dedujo que a la misma se llegaba por el camino en cuyo inicio había dejado su auto.

Empezó a tomarle fotos a la vieja estructura, cuyas ventanas simulaban sendos ojos, oscuros y profundos, los cuales parecían mirarle con reproche, por el atrevimiento de tomarles fotos sin su permiso.

Cuando terminó, husmeó en la galería para ver si las tomas habían salido bien.

Pasando de una foto a la otra, hubo una que le llamó la atención.

Para asegurarse, hizo un zoom de la foto y allí estaba: detrás de la mugre de una de las ventanas de la cabaña había un pálido rostro asomándose entre la oscuridad de la habitación, la cual lo había devorado todo, exceptuando dos negras y grandes esferas que miraban hacia la cámara con desesperación.

Por un momento pensó estar viendo un fantasma.

Para asegurarse, amplió la imagen en la pantalla y lo único que logró corroborar es que en medio de todo ese abandono, suciedad y decadencia, en esa ventana una criatura se asomaba como pidiendo ayuda.

No sabía qué hacer.

La cabaña desde esta distancia lucia lóbrega y amenazadora, pero la curiosidad le devoraba: ¿quién era ese ser en la ventana?

Su mente entró como en un letargo y comenzó a soñar en tantas cosas: en la cabaña habitaba una familia de caníbales; un asesino en serie tenía un cuarto lleno de mujeres encadenadas, las cuales mataba de una en una, como parte de un espantoso ritual.
O simplemente lo que había visto no era más que la representación visual del eco de alguna tragedia ocurrida en la cabaña hacía muchos años.

Una parte de él le decía ‘¡Aléjate! ¡No es tu problema!’ pero por otra parte la curiosidad le carcomía.
Jonás comenzó a caminar hasta la cima de la colina y se detuvo justo enfrente del inicio del sendero rural que le llevaría hacia la cabaña.

Cuando reparó en ello, ya había avanzado unos 100 metros por el sendero y ya a lo lejos - después de una curva más adelante - se vislumbraba la cabaña.

Fue en ese momento que se dio cuenta de que no se detendría hasta que resolviera el misterio.

Cuando llegó, se detuvo frente a la misma y fue entonces qué pudo verla en toda su miseria.

Lo primero que impresionaba era el pensar en cómo dicha estructura se sostenía y no colapsaba bajo el peso de la podredumbre y de los años.

La cabaña tenía una pequeña terraza donde otrora debieron haberse reunido a conversar los antiguos habitantes de la casa.

Todavía parecía escucharse en el ambiente las risas y voces de tiempos idos.

La puerta de entrada lucía inclinada y la luz pasaba a través de las múltiples rendijas que le atravesaban. Parecían las cicatrices de viejas heridas que nunca curaron bien.

También reparó en tres ventanas - dos en el lado izquierdo y una grande en el derecho - las cuales estaban tan sucias que no se podía ver sino sólo sombras, algunas inquietamente en movimiento.

Jonás dio un par de tímidos pasos y se acercó a la casa. Al poner su pie en ella sintió que en ese momento estaba entrando a otra dimensión, a otro mundo.

Con la punta de los dedos tocó la puerta y la empujó suavemente, como probando a ver si no caía al suelo hecha pedazos.

Sin embargo, la puerta respondió con un lastimero crujido, como si fuese un doloroso lamento de dolor por la presión ejercida.

Asombrosamente, tuvo que hacer uso de más fuerza para abrirse paso, pero al final lo logró.

La cabaña estaba totalmente en el abandono y aparentemente deshabitada.

Hacia la derecha estaba lo que parecía la cocina. La puerta de entrada había perdido la mitad de su estructura y lo que quedaba se encontraba en el suelo, obstruyendo la entrada.
El techo se había derrumbado casi en su totalidad, por lo que apenas se podía ver parte de lo que en algún momento fue un fregadero.

Caminó un poco más hacia el fondo de la vivienda, teniendo mucho cuidado de dónde pisaba.

La penumbra era lo que reinaba y la poca luz que había sólo servía para resaltar el polvo que flotaba en el ambiente.

Por donde se mirara había telarañas, suciedad, pilas de basura y de hojas, muebles viejos, herrumbre, agua empozada...silencio. Era sobrecogedora la falta de sonido alguno.

Lo único que le impedía echar a correr hacia la puerta de entrada eran los numerosos rayos de sol que se colaban entre los múltiples huecos en el techo, los cuales espantaban a la oscuridad y aliviaban un poco el miedo que sentía.
Se sentía protegido por un baño de luz solar, por ridícula que fuera la idea.

En ese momento escuchó un ruido en una de las habitaciones de la casa.

Su sangre se heló y su corazón se aceleró.

Sintió la adrenalina fluir, mientras sus ojos buscaban desesperadamente el origen exacto del ruido que acababa de escuchar.

A su mente vino la foto que había tomado y el impresionante rostro que había fotografiado por azar.

Algo le dijo que esa era la habitación. Estaba seguro de que al abrir la puerta de la habitación, enfrentaría sus miedos y le daría cara al horror.

Caminando entre los escombros se dirigió al cuarto y asió el pomo de la cerradura. Si no se abría por las buenas, se abriría por las malas.

La puerta cedió - con un lúgubre quejido de los goznes - y dejó a la vista más desolación y abandono.

En una de las esquinas había alguien agazapado, aparentemente un infante. Lloraba desconsoladamente y temblaba, por lo que parecía, de miedo.

Jonás se acercó lentamente, porque por un momento se sintió protagonista de una película de terror dónde - en iguales circunstancias y al acercarse - el bulto desaparecería en el aire, cual fantasma.

Pero el gimoteo continuó.

Fue entonces que fue consciente de la pesada atmósfera que había en la habitación, la cual impedía casi respirar.

Jonás miró a su alrededor y pudo ver todos los indicios de que en esta habitación habitaba un grupo de personas.

A unos metros de la niña - eso aparentaba ser - había un montículo de cenizas y sobre las mismas había una pequeña y oxidada olla.

En la esquina más lejana de la habitación se podía ver otro montículo, pero esta vez de basura: cáscaras de guineo, restos de naranjas, envoltorios de arroz, muchos pequeños envases plásticos - cápsulas - de aceite para cocinar.

Jonás pudo deducir que en la esquina dónde se encontraba la niña era donde dormía, ya que había un pulgoso, sucio y maloliente colchón, además de un pequeño montículo, constituido por tres sábanas.

Jonás se acercó más y puso lentamente su mano sobre la cabeza de la niña para apartarle el sucio y grasoso cabello de la cara.

Por un momento esperó ver el rostro de un monstruo a punto de atacarle por atrevido, pero lo que vio fue dos esferas negras mirándole con miedo y desesperación. Se encontraban humedecidas por las lágrimas que aparentemente llevaba horas derramando.

Era una pequeña niña indígena ataviada con uno de sus típicos trajes, el cual había conocido mejores días.

A simple vista pudo deducir que el llanto era producto del hambre, ya que su rostro se encontraba envejecido y seco, nada propio de una niña de su edad.

Le preguntó qué le pasaba pero la niña parecía no entenderle.

Trató de calmarla con gestos y con susurros, pero la niña le miraba con visible terror.

Cuando la niña pataleó para alejarse de él, pudo ver que las piernas estaban prácticamente en los huesos.

El hombre estaba desconcertado y no sabía qué hacer.

¿Quién era esa niña? ¿Alguien cuidaba de ella?

De repente se escuchó un grito que casi le causa un paro cardíaco.

Jonás giró rápidamente para ver de dónde provenía cuando vio en el umbral de la puerta a una indígena adulta, tapándose la boca con ambas manos.

En el suelo había un cartucho - evidentemente lo había dejado caer - mostrando unos paquetitos de café, una pequeña bolsa de frijoles, otra de arroz y una pequeña botella de aceite.

La indígena estaba aterrada, evidentemente porque no esperaba encontrar a un extraño en la casa.

Jonás no sabía qué hacer con una niña y una mujer, ambas aterradas y temerosas de su presencia.

La mujer miraba con desesperación a la niña y evidentemente era su madre, dado el gran parecido en la fisonomía.

También su rostro y físico delataban que no se alimentaba bien y hasta parecía estar enferma.

No hacía falta tener dos dedos de frente para deducir que venía de vuelta y que lo que traía era lo que iban a consumir, quién sabe por cuántos días.

Siempre le habían divertido las peleas - en algunos casos a muerte - que protagonizaban los “cholos” - despectivo apodo dado a los indígenas de la región -, embrutecidos por el alcohol y a las afueras de las cantinas de las poblaciones rurales.

Nunca había conocido la otra cara de la moneda: la cara del hambre, de la pobreza, de la malnutrición, de la enfermedad, del abandono.

Algo le decía que ya no habría más visitas. Un pálpito le comunicaba que ellas eran las únicas habitantes de esta casa del dolor.

Alargó los brazos hacia la indígena, a la vez que giraba sus manos, tratando de que ella comprendiera que no tenía intención de hacerles daño.

Intentó hablar con ella, pero pudo ver en sus ojos la profundidad de su desesperación y su falta de educación.

La niña seguía llorando, producto de ver el terror reflejado en la cara de su madre.

Jonás no sabía qué hacer.

De repente, sacó la cartera del bolsillo trasero de su pantalón y revisó: tenía como $300.

Los sacó todos y los dobló en dos, alargándolos hacia la indígena, lo cual la desconcertó aún más.

Parecía como si en lugar de alargarle algo, hubiera elevado su mano para pegarle.

En vista de ello, cuidadosamente se agachó para dejar el dinero en el polvoriento y sucio piso de madera.

Caminó alrededor de la mujer - gravitando cual satélite - rumbo a la puerta, tratando con ello de tranquilizar tanto a la madre como a la hija.

Cuando alcanzó la salida, empezó a caminar hacia atrás, siempre con los brazos en horizontal, con las palmas de las manos hacia la mujer.

En la medida que se alejaba, la figura de la indígena se iba haciendo una con la penumbra, hasta que finalmente se fundió con ella y fueron uno.

El sonido del lloro de la niña siguió, inclusive cuando ya había salido de la casa y cuando empezó a correr.

Ese sonido le perseguía y daba vueltas en su cerebro, cual enjambre de avispas, con sus aguijones llenos de ponzoña.

Sólo cuando llegó al final del camino - la casa había desaparecido nuevamente después de la curva - fue que reparó en que sus peores temores se habían vuelto realidad: sí existían los monstruos, sólo que ahora habían mutado en la forma de enfermedad, pobreza, abandono, maltrato, desesperanza.

Sacó un cigarrillo. Con manos temblorosas lo encendió con un fósforo y luego le dio una larga y profunda aspirada.

Los monstruos si existen - se dijo a sí mismo -, están entre nosotros...y también toman prisioneros, aparentemente de por vida.

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