jueves, 5 de septiembre de 2013

La Banca





Por: Yohel Amat

Su corazón latía a mil por hora: acababa de volver a ver a la mujer más hermosa del mundo.

Mario se encontraba sentado en una banca del diminuto parque de San Sebastián, pequeña población que se encontraba casi en la frontera del país.

Era una noche fría y por ello tiritaba hacía rato – dos horas para ser más exactos – por estar todo ese tiempo a la intemperie, esperando por una señal de que haber viajado casi 600 kilómetros por una noticia tan vaga, no había sido una locura.

Sin embargo ante sus ojos se encontraba la mujer cuyo recuerdo le había acompañado durante más de 36 años: Ruth, su primer amor.

Mario nuevamente dejó que el pasado le alcanzase, le derribase y la abrazase con su manto de recuerdos…

Recordó que las navidades más felices de su vida las empezó a vivir a los 6 años, corría el año 1964, cuando llegaron los Smith a la casa de al lado.

En realidad el gringo llegaba sólo para Navidad, era militar, ya que la casa pertenecía a los Gómez, una familia de tres de origen nicaragüense: los padres y su hija llamada Esperanza, nombre algo irónico porque vivió para ser una soltera redomada sin ninguna posibilidad de casarse debido a su acre carácter.

La segunda hija de los Gómez se había casado con Mike, un militar de “tuerca y tornillo” que parecía una broma de mal gusto por parte de todos aquellos que odiaban a los gringos y los estereotipaban como rubios, fornidos, vulgares, fumando habanos, racistas, orgullosos y prepotentes.

Digo que parecía una broma, porque prácticamente era el prototipo de todo lo que el imaginario latino tenía de un soldado norteamericano, exceptuando lo de racista, ya que Mike había demostrado que podía amar y casarse con una latina como María Gómez.

Mario recordaba que Mike siempre llegaba cargado de regalos y de árboles de navidad tan grandes e inmensos que nunca se supo cómo lograba meterlos al hogar de los Gómez y menos aún como los ponía de pie, quedando casi siempre la punta doblada contra el techo por la altura del árbol, teniendo por ello que poner la estrella en cualquier otra rama improvisada, menos en la punta, donde la tradición mandaba.

Mario nunca había sido tan feliz como cuando corría al ver a Mike todos los diciembres, sabiendo de que para él habría una buena cantidad de regalos que sólo podría abrir el 25 de diciembre.
“Condenada tradición”, se decía a sí mismo mientras contaba los días.

Fue a los seis años que conoció a Ruth, la hija de 7 años de un matrimonio previo de Mike y la niña más hermosa del mundo: pelirroja, pecosa, blanca, alta, inteligente y dueña de los ojos azules más fascinantes de todo el mundo y en cuyos lagos le encantaba sumergirse por horas.

Mario nunca fue muy bueno para disimular lo que sentía y por ello rápidamente ambas familias, la suya y la de Ruth, se dieron cuenta que entre ambos niños había nacido algo especial.

Eran otros tiempos donde el amor entre niños se consideraba inocente y casi un juego que no había que supervisar, ya que nada malo podía pasar.

Mario acostumbraba a jugar por horas con Ruth, aprovechando cada minuto de su corta estancia de diciembre, ya que inmediatamente después del 25 partían de vuelta a la base militar de turno para esperar el Año Nuevo en casa de los padres de Mike en los Estados Unidos.

Uno de sus juegos favoritos era “India” y era el único donde Mario hacía lo posible por perder, sólo por el placer de escuchar la risa de Ruth al declararse ganadora: era el sonido más hermoso del mundo.

Fueron las 4 navidades más felices de su vida, hasta que su mundo se vino abajo: Mike falleció y los viajes en diciembre cesaron para siempre.

Mario ya tenía práctica en soportar el inmenso dolor que le causaba la partida de Ruth todos los diciembres, pero nunca estuvo preparado para que su corazón de casi 10 años fuese aplastado de manera tan inmisericorde.

Lo único que le quedaba a Mario de Ruth era una pieza de aluminio de una edición conmemorativa de “India” que Ruth le había regalado en diciembre pasado, con la promesa de que se lo devolviera intacto el año siguiente.

Quería que le recordase hasta que ella volviese.

Allí se encontraba Mario, en la banca de un parque, titiritando de frío, 36 años después, con la pieza en la mano, intacta como el primer día.

Y pensaba cumplir su promesa.

Quería decirle que durante todo ese tiempo nunca había pensado en otra mujer que no fuese ella y qué no se detendría hasta hacerle saber que había tenido muchas mujeres, pero nunca un amor.

Volcaría sobre ella el mar de palabras que se había acumulado en su corazón, todas y cada una de ellas atesoradas con cariño y devoción por años para ella.

Cuando le dijeron que Ruth había regresado para ese diciembre, Mario no lo había pensado dos veces y se había lanzado hacia San Sebastián con toda la certeza de que esta vez sí podría empezar a recorrer el camino de la felicidad, de la mano de Ruth y no el sendero de la melancolía, el suyo, lado a lado con el frío espíritu de los recuerdos y de los hechos no consumados.

Ya sabía que Ruth se había casado – siempre estaba en contacto con los Gómez al respecto – pero recientemente su esposo había muerto. Eso también lo sabía

No podía negar que esa noticia le había hecho muy feliz.

Por ello se encontraba allí, dispuesto a devolverle la paz a su corazón y a disfrutar de las mieles que sólo producen los amores que son de verdad y que pasan la prueba del tiempo.

Atajó a un muchacho que pasaba y le pidió que por favor entrara a la casa de los Gómez – la puerta estaba abierta de par en par y por ello podía ver todo lo que pasaba en su interior – y que por favor le dijera a Ruth que Mario le esperaba en una banca del parque.

- “Dile que he esperado por ella durante 36 años”, le pidió repetir letra por letra como frase final.

Mientras el muchacho avanzaba a cumplir su misión, y con $10.00 más en su cartera como pago por su labor, pudo ver detrás de él algo que le partió el alma, esta vez para siempre: un hombre vestido totalmente de negro había aparecido súbitamente y Ruth apenas le vio saltó hacia sus brazos y le abrazo, cerrando los ojos y reposando sus rizos pelirrojos en el pecho del infeliz que estaba disfrutando de algo con lo que él sólo había soñado por tantos años.

Casi pudo sentir el sonido de porcelana rota de su corazón ante la certeza de que Ruth nunca sería para él más que un recuerdo de su niñez y su fantasma de compañía.

Vanamente había corrido durante tantos años detrás de un espejismo.

El chico entró a la casa de los Gómez y cumplió diligentemente con su misión, informándole a Ruth que le esperaba en el parque un conocido suyo de la niñez.

Apenas escuchó el nombre, “Mario”, su alma recuperó mucha de la alegría perdida por la reciente pérdida de su esposo por más de diez años.

Tuvo que disimular su ansiedad, ya que no quiso decir nada de lo que le acababan de hacer saber, en especial al padre Timothy, el cual se había convertido prácticamente en su segundo padre y su principal hombro de apoyo durante los últimos meses de luto.

Timothy era tan especial que hasta había aceptado viajar con Ruth para acompañarla y ayudarle en su recuperación.

Miró hacia la puerta y buscó con la mirada, pero desde la sala no lograba distinguir nada.
Presa de la ansiedad corrió hacia la calle y la atravesó, con el chico detrás de ella

Cuando llegó a la banca que el joven le indicó, no había nadie allí.

Volteó a ver al derredor y tampoco vio a nadie: el pequeño parque se encontraba totalmente solitario a esa hora de la noche.

Lo único que Ruth encontró fue una pieza de “India” de aluminio en forma de peón de ajedrez que estaba sobre la banca y la cual la brisa había derribado.

El  aullido del viento  se escuchaba, mientras jugaba con ella, haciéndola girar sobre su punta una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…

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